La otra cara del amor prohibido: Confesiones de Lucía

—¿De verdad crees que esto es justo para alguien? —me preguntó mi madre, con la voz quebrada, mientras yo, sentada en la mesa de la cocina, no podía dejar de mirar el móvil esperando un mensaje que no llegaba.

No supe qué responderle. ¿Justo para quién? ¿Para mí, que llevaba dos años viviendo en la sombra? ¿Para Marta, la esposa de Álvaro, que ni siquiera sospechaba que su marido tenía una doble vida? ¿O para él, atrapado entre dos mundos que nunca podrían coexistir?

Me llamo Lucía y nunca pensé que acabaría así: siendo la amante. Siempre fui una chica independiente, criada en un barrio de Salamanca donde los vecinos aún se saludan por la calle y las madres se asoman a las ventanas para cotillear. Mi padre era profesor de instituto y mi madre, enfermera. Crecí escuchando historias sobre lo importante que era la honestidad y el respeto. Pero el amor, el verdadero amor, puede convertirte en alguien que nunca imaginaste ser.

Todo empezó una tarde de otoño en Madrid. Había ido a una cafetería cerca del Retiro para refugiarme de la lluvia y allí estaba él: Álvaro. Alto, elegante, con ese aire seguro de sí mismo que solo tienen los hombres que han vivido mucho. Me pidió fuego para su cigarrillo y terminamos hablando durante horas sobre literatura y política. Cuando me confesó que estaba casado, sentí una punzada en el pecho, pero me convencí de que solo sería una amistad.

—No busco nada —me dijo una noche mientras paseábamos por la Gran Vía—. Solo quiero sentirme vivo otra vez.

Y yo le creí. Nos veíamos a escondidas: cenas rápidas en restaurantes pequeños de Lavapiés, paseos por el parque cuando caía el sol, noches en mi piso donde el tiempo parecía detenerse. Álvaro era divertido, inteligente y me hacía sentir especial. Pero cada vez que sonaba su móvil y él se apartaba para contestar, recordaba que yo era solo un paréntesis en su vida.

Al principio me convencí de que podía manejarlo. «No te enamores», me repetía cada mañana frente al espejo. Pero el corazón no entiende de razones. Empecé a soñar con un futuro juntos: viajes a la costa gallega, cenas familiares en Nochebuena, una vida normal. Él me prometía que algún día dejaría a Marta, pero siempre había una excusa: los niños, la hipoteca, el trabajo.

Mis amigas dejaron de invitarme a sus planes. «No queremos verte sufrir más», me decía Carmen, mi mejor amiga desde el colegio. Mi madre lloraba en silencio cada vez que llegaba tarde a casa o cuando veía mi mirada perdida durante la cena.

—Lucía, hija, tú vales mucho más —me repetía—. No te mereces ser un secreto.

Pero yo seguía esperando. Cada mensaje suyo era como una chispa de esperanza. Cada silencio, una herida nueva.

Una noche de verano todo cambió. Álvaro llegó a mi piso con los ojos rojos y una maleta pequeña.

—He dejado a Marta —me dijo sin mirarme—. No podía seguir viviendo así.

Durante unos días creí que por fin empezaba nuestra historia real. Pero pronto descubrí que el precio era demasiado alto. Álvaro estaba triste, perdido. Hablaba constantemente de sus hijos, de su casa vacía, del dolor de Marta. Yo intentaba animarle, pero sentía que nunca sería suficiente.

Las cenas se volvieron silenciosas. Él pasaba horas mirando el móvil esperando noticias de su familia. Yo empecé a sentirme invisible en mi propio hogar.

—¿Esto es lo que querías? —me preguntó una noche mientras recogíamos los platos—. ¿Así imaginabas nuestra vida?

No supe qué responderle. Me di cuenta de que había construido mi felicidad sobre las ruinas de otra familia y ahora todo se desmoronaba.

Un domingo por la tarde, mientras llovía sobre los tejados de Madrid, Álvaro hizo las maletas y se fue sin decir adiós. Solo dejó una nota: «Lo siento. No sé quién soy sin ellos».

Me quedé sola en un piso lleno de recuerdos y promesas rotas. Mis padres me recibieron con los brazos abiertos cuando volví a Salamanca, pero algo en mí había cambiado para siempre.

Ahora paso las tardes paseando por el parque donde conocí a Álvaro y me pregunto si alguna vez fui realmente feliz o solo fui prisionera de una ilusión.

¿De verdad merece la pena amar a alguien que no puede amarte libremente? ¿Cuántas vidas tienen que romperse para que entendamos lo que significa el amor verdadero?