La sombra de Lucía: Cuando el pasado amenaza el presente
—¿Por qué sigues hablando con ella, Álvaro? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía la taza de café entre las manos. El reloj marcaba las dos de la madrugada y la ciudad dormía, pero en nuestro pequeño piso de Lavapiés la tensión era tan densa que apenas podía respirar.
Álvaro me miró, cansado, con esas ojeras que últimamente no se iban. —No es tan fácil, Carmen. Es la madre de mi hija. No puedo simplemente ignorarla.
Sentí cómo una punzada de celos y rabia me recorría el pecho. No era la primera vez que discutíamos por Lucía. Desde que empecé a salir con Álvaro, ella se había convertido en una sombra constante en nuestras vidas. Al principio pensé que era normal: tenían una hija pequeña, Paula, y debían mantener el contacto. Pero pronto me di cuenta de que Lucía no quería soltar el pasado.
Todo empezó hace un año, cuando mi hermano Sergio me pidió que le acompañara a entregar el alquiler del piso a su amigo Álvaro. Recuerdo perfectamente esa tarde: el olor a café recién hecho, el bullicio de la calle Argumosa y la sonrisa tímida de Álvaro cuando abrió la puerta. Nos caímos bien desde el primer momento y, poco a poco, empezamos a vernos más. A los pocos meses ya éramos inseparables.
Pero entonces apareció Lucía. Al principio solo eran mensajes: “Álvaro, ¿puedes venir a buscar a Paula antes?”, “Se ha puesto mala, ¿puedes llevarla al médico?”. Yo intentaba ser comprensiva. Pero luego empezaron las llamadas a horas intempestivas, los reproches velados y las visitas inesperadas. Una noche, mientras cenábamos en casa de mis padres en Chamberí, Lucía llamó llorando: “Paula no para de preguntar por ti, dice que te echa de menos”. Álvaro dejó todo y salió corriendo.
Mi madre me miró con esa mezcla de lástima y preocupación que solo las madres saben poner. —Hija, ¿estás segura de que quieres esto? No es fácil estar con alguien que tiene un pasado tan reciente.
Yo asentí, aunque por dentro sentía que me ahogaba. Quería ser fuerte, demostrar que podía con todo. Pero cada vez que veía a Lucía esperándonos en la puerta del colegio o mandando mensajes llenos de dobles sentidos, mi seguridad se tambaleaba.
Una tarde de otoño, después de recoger a Paula del colegio, Lucía me abordó en la calle. —Carmen, ¿podemos hablar? —dijo, fingiendo una sonrisa amable.
—Claro —respondí, aunque por dentro me temblaban las piernas.
—Solo quiero que sepas que Álvaro y yo siempre estaremos conectados por Paula. Y que él nunca podrá darte lo que me dio a mí —susurró, mirándome fijamente.
Me quedé helada. Esa noche discutimos otra vez. —¿Por qué no le pones límites? —le grité a Álvaro—. ¡No puedes dejar que te manipule así!
Él se pasó las manos por el pelo, desesperado. —No entiendes lo difícil que es. Si le digo algo, amenaza con no dejarme ver a Paula.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Lucía empezó a inventar historias: le dijo a su familia que yo maltrataba a Paula, que era una mala influencia. Incluso fue al colegio a hablar con la profesora para ponerme en mal lugar. Mi familia empezó a dudar de mí; mi padre me preguntó si realmente estaba preparada para criar a una niña que no era mía.
Una noche, después de otra discusión interminable, hice las maletas y me fui a casa de Sergio. Lloré durante horas. Sentía que todo se desmoronaba: mi relación con Álvaro, mi familia, mi autoestima.
Pero entonces pasó algo inesperado. Paula vino a buscarme con un dibujo en la mano: “Carmen, te echo de menos”, ponía con letras torcidas y un corazón rojo. Me rompió el alma. Álvaro apareció poco después, con los ojos hinchados de llorar.
—No puedo perderte —me dijo—. Voy a poner límites. No más chantajes.
Y así lo hizo. Fue duro: discusiones con Lucía, abogados de por medio, reuniones interminables en el colegio y en casa de sus padres. Pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar. Aprendimos a comunicarnos mejor; yo aprendí a confiar en Álvaro y él aprendió a defender nuestro espacio.
Un día, mientras paseábamos por el Retiro con Paula corriendo delante de nosotros, sentí una paz que hacía mucho no sentía. Miré a Álvaro y supe que todo había valido la pena.
Ahora sé que el amor no es solo pasión o mariposas en el estómago; es también lucha, paciencia y saber perdonar. Y aunque todavía hay días difíciles, sé que juntos podemos con todo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas sobreviven realmente al peso del pasado? ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar por amor?