La traición en la mesa: Cuando el amor se sirve frío

—¿Otra vez llegas sin hambre, Sergio? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras recogía los platos casi intactos de la mesa. Él ni siquiera me miró a los ojos. —He comido algo en el trabajo, cariño, no te preocupes —respondió, pero su tono era tan hueco como el plato que tenía delante.

No era la primera vez. Desde hacía meses, notaba cómo mi marido evitaba mis comidas. Al principio pensé que era casualidad, luego una mala racha en el trabajo… hasta que una tarde, mientras hacía la compra en el mercado de San Miguel, me crucé con Carmen, la vecina cotilla del tercero. —¿Sabes que veo mucho a Sergio en casa de su madre últimamente? Siempre sale con cara de haber comido como un rey —me dijo con esa sonrisa venenosa que sólo las viejas del barrio saben poner.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Por qué iba Sergio a casa de su madre sin decirme nada? ¿Por qué prefería sus guisos a los míos? Esa noche, mientras él dormía, me quedé mirando el techo, repasando cada detalle: las veces que llegaba tarde, las excusas vagas, los tuppers que traía y decía que eran para el almuerzo del día siguiente…

Al día siguiente, decidí enfrentarme a la verdad. Salí antes del trabajo y fui directa al piso de mi suegra, en Chamberí. Me escondí tras un seto y esperé. A las ocho y media en punto, vi a Sergio entrar con una bolsa de pan bajo el brazo. No tardó ni cinco minutos en aparecer la silueta de su madre, Rosario, abriéndole la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Sentí una punzada de celos y rabia.

Esa noche, cuando volvió a casa, le esperé sentada en la cocina. —¿Has cenado bien hoy? —le pregunté sin rodeos. Sergio se quedó helado. —¿Qué quieres decir? —balbuceó. —No mientas más. Sé que vas a casa de tu madre a cenar. ¿Qué pasa, mis comidas no te gustan? ¿O es que prefieres estar con ella antes que conmigo?

El silencio se hizo tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Sergio bajó la mirada y suspiró. —No es eso… Es que… no quiero hacerte daño. Pero echo de menos los platos de mi madre. Me recuerda a cuando era niño, cuando todo era más fácil…

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Era sólo la comida o había algo más? ¿Era yo insuficiente? ¿Había fallado como esposa? Las palabras de Rosario resonaban en mi cabeza: “Nadie cocina como una madre”.

Durante días apenas hablamos. Yo me volqué en el trabajo y en mis amigas, pero cada vez que veía una tortilla de patatas o un cocido madrileño en Instagram sentía una punzada de dolor. Mi autoestima se desmoronaba poco a poco.

Una tarde, mi amiga Lucía me llevó al Retiro para despejarme. —No es sólo la comida, Marta —me dijo—. Es el vínculo emocional que tiene con su madre. Pero tú también tienes derecho a sentirte herida. ¿Por qué no se lo cuentas tal cual?

Esa noche decidí hablar con Rosario. Fui a su casa con un bizcocho casero bajo el brazo y le pedí que me enseñara sus recetas. Al principio me miró sorprendida, pero luego sonrió con ternura. —Ay hija, si yo sólo quiero lo mejor para Sergio… Pero nunca quise hacerte sentir menos.

Pasamos horas cocinando juntas: albóndigas en salsa, lentejas con chorizo, flan casero… Entre risas y lágrimas, le confesé mis inseguridades y ella me contó cómo también había sentido celos cuando Sergio empezó a salir conmigo.

Esa noche, cuando Sergio llegó a casa y vio la mesa puesta con los platos de su infancia, se quedó sin palabras. Me abrazó fuerte y por primera vez en mucho tiempo sentí que volvíamos a ser un equipo.

Pero la herida seguía ahí. Una noche le pregunté: —¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué preferiste mentir antes que compartir lo que sentías?

Sergio se quedó pensativo. —Supongo que tenía miedo de herirte… Pero ahora veo que lo peor fue callármelo.

Desde entonces hemos aprendido a hablar más y callar menos. Rosario viene a cenar los domingos y yo he hecho las paces con mis inseguridades… aunque todavía hay días en los que me pregunto si alguna vez seré suficiente.

¿Hasta qué punto somos responsables de las heridas del otro? ¿Es posible compartir el amor sin sentirnos desplazados? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que competís con un fantasma en vuestra propia casa?