La última vez que vi a Lucía: una vida entre remordimientos y segundas oportunidades
—¿Te has fijado en esa mujer? —me susurró Carmen, mi compañera de trabajo, mientras esperábamos en la cola del supermercado Mercadona de la calle Alcalá.
No tuve que mirar mucho para reconocerla. Era Lucía. Mi exmujer. Caminaba con paso firme, tacones altos, una melena castaña perfectamente peinada y una sonrisa que no recordaba haber visto en años. Llevaba un vestido azul que resaltaba su figura y un brillo en los ojos que me resultó casi doloroso.
Sentí un nudo en el estómago. Hacía tres años que no la veía desde el divorcio. Tres años de mensajes fríos sobre la custodia de nuestra hija, de silencios incómodos en las reuniones escolares y de evitar cruzarnos por el barrio de Chamberí. Pero ahora estaba allí, a dos metros de mí, y ni siquiera me miró. Pasó a mi lado como si fuera un desconocido más entre los carritos llenos de yogures y pan de molde.
—¿La conoces? —insistió Carmen, notando mi incomodidad.
—Sí —respondí, tragando saliva—. Es mi exmujer.
Carmen se quedó callada, pero su mirada lo decía todo. Yo también me preguntaba cómo era posible ese cambio tan radical. Lucía parecía otra persona. Recordé la última vez que la vi llorar en la cocina de nuestro piso, con las manos temblorosas y la voz rota:
—No puedo más, Diego. No quiero seguir viviendo así.
Yo no supe qué decirle entonces. Me refugié en el trabajo, en las cervezas con los amigos, en el fútbol los domingos. Dejé que el amor se marchitara entre discusiones por tonterías: quién sacaba la basura, quién olvidó comprar leche, quién tenía razón sobre los deberes de nuestra hija Paula.
El divorcio fue rápido y frío. Firmamos los papeles en una notaría del centro, sin mirarnos apenas. Yo me quedé con el piso y ella se fue a vivir con su hermana a Vallecas hasta que pudo alquilar algo propio. Paula venía conmigo los fines de semana; al principio lloraba mucho, luego dejó de hacerlo y se volvió silenciosa.
Pero ahora Lucía estaba allí, tan distinta a la mujer agotada y triste que yo recordaba. La vi pagar con una tarjeta dorada, reírse con la cajera y salir del supermercado como si flotara sobre las baldosas.
Me quedé paralizado unos segundos hasta que Carmen me empujó suavemente.
—¿Estás bien?
—Sí… solo es raro verla así —mentí.
Esa noche no pude dormir. Me tumbé en la cama mirando el techo, repasando mentalmente cada momento en que pude haber hecho las cosas de otra manera. ¿Por qué nunca le pregunté cómo se sentía? ¿Por qué di por hecho que estaría siempre ahí?
Al día siguiente llamé a Paula para preguntarle cómo estaba.
—Bien, papá —me contestó con voz distraída—. Mamá me ha apuntado a clases de teatro y vamos a ir al Retiro este sábado con sus amigas.
—¿Te lo pasas bien con mamá?
—Sí, está muy contenta últimamente. Dice que ahora puede respirar.
Esa frase me golpeó como un puñetazo en el pecho: “ahora puede respirar”. ¿Fui yo quien le quitó el aire durante tantos años?
En el trabajo no podía concentrarme. Miraba por la ventana del despacho y veía pasar la vida ajena mientras yo me sentía atrapado en mi propia rutina gris: informes, reuniones eternas, cafés recalentados en vasos de plástico. Recordé cómo Lucía solía decirme:
—Diego, ¿no te das cuenta de que nos estamos perdiendo?
Yo siempre respondía con evasivas:
—No exageres, mujer. Todo el mundo discute.
Pero no era verdad. No todo el mundo deja de escuchar al otro hasta convertirlo en un mueble más del salón.
El viernes por la tarde fui a recoger a Paula al colegio. La vi salir corriendo hacia mí con su mochila rosa y una sonrisa tímida.
—¿Te apetece un helado? —le propuse.
Asintió y fuimos a una heladería cercana. Mientras comíamos sentados en un banco del parque, le pregunté:
—¿Mamá está diferente últimamente?
Paula me miró con esos ojos grandes tan parecidos a los de Lucía.
—Sí… Está más feliz. Sale con sus amigas, va al gimnasio… A veces canta mientras cocina.
Me quedé callado. Recordé cómo solía cantar Lucía cuando éramos novios, antes de que la rutina lo apagara todo.
Esa noche llamé a mi madre para desahogarme. Siempre había sido mi confidente, aunque nunca aprobó del todo mi matrimonio con Lucía.
—Hijo, las personas cambian cuando dejan de sentirse queridas —me dijo con voz suave—. Quizá ahora ella ha encontrado lo que tú no supiste darle.
Colgué sintiéndome aún más solo.
El sábado por la mañana fui al Retiro con la esperanza absurda de encontrarme con Lucía y Paula por casualidad. Caminé entre los árboles, vi familias riendo, parejas cogidas de la mano… Me sentí invisible entre tanta felicidad ajena.
De pronto las vi: Lucía charlaba animadamente con dos amigas mientras Paula jugaba cerca del estanque. Dudé si acercarme o no. Finalmente me armé de valor y caminé hacia ellas.
—Hola —saludé torpemente.
Lucía me miró sorprendida pero sin rencor. Sus amigas se despidieron discretamente y nos dejaron solos unos segundos incómodos.
—Hola, Diego —respondió ella con una sonrisa serena—. ¿Qué tal?
—Bien… Bueno… Te vi el otro día en el supermercado —balbuceé—. Estás… diferente.
Ella bajó la mirada un instante y luego me sostuvo la mirada con firmeza.
—He cambiado mucho, sí. Ahora intento cuidarme más… y ser feliz.
No supe qué decirle. Quise pedirle perdón por todos esos años grises pero las palabras se me atragantaron.
—Me alegro por ti —acerté a decir finalmente.
Ella asintió y se despidió amablemente antes de irse con Paula.
Me quedé allí parado viendo cómo se alejaban juntas bajo el sol de Madrid, riendo como si nada malo hubiera pasado nunca entre nosotros.
Ahora escribo esto desde mi piso vacío mientras escucho el eco de mis propios pasos por el pasillo. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por no haber sabido cuidar lo que tenía hasta perderlo para siempre.
¿De verdad es posible volver atrás cuando ya has dejado escapar lo más importante? ¿Cuántos de vosotros habéis sentido ese mismo remordimiento al ver que la vida sigue… pero sin vosotros?