La última voluntad de mi marido: ¿toda una vida de mentiras?

—¿Por qué, Diego? ¿Por qué me haces esto incluso después de muerto?—. Mi voz temblaba mientras sostenía el testamento en las manos, sentada en la cocina donde tantas veces desayunamos juntos. El eco de mi pregunta rebotaba en las paredes, pero solo el silencio me respondía.

Aún recuerdo el día que conocí a Diego. Era primavera en Salamanca y yo, recién licenciada en Filología, soñaba con una vida tranquila. Él apareció en la biblioteca, con su sonrisa tímida y ese aire despistado que me enterneció desde el primer momento. Nos enamoramos rápido, como si el destino nos hubiera empujado el uno hacia el otro. Veintisiete años después, creía conocer cada rincón de su alma.

Pero ahora, tras su muerte repentina por un infarto, todo lo que creía saber se desmoronaba. El notario, don Ramón, me citó en su despacho del centro. Fui acompañada de mi hermana Lucía, porque temblaba solo de pensar en escuchar su última voluntad. Allí, entre papeles y miradas serias, escuché la frase que me partió en dos:

—Doña Carmen, su marido ha dejado todos sus bienes a una tal Laura Gutiérrez.

—¿Quién es esa mujer? —pregunté, sin poder contenerme.

Don Ramón bajó la mirada. Lucía me apretó la mano bajo la mesa. Nadie tenía respuestas. Salí del despacho como si flotara, con la carta del notario ardiendo en mi bolso y mil preguntas en la cabeza.

Esa noche no dormí. Repasé cada momento con Diego: los veranos en Asturias, las cenas improvisadas cuando llegaba tarde del trabajo, las discusiones por tonterías y las reconciliaciones bajo las sábanas. ¿Había señales que no vi? ¿Era yo tan ciega?

A la mañana siguiente, llamé a mi hijo Pablo. Vive en Madrid y siempre fue más cercano a su padre que a mí.

—Mamá, seguro que hay una explicación —me dijo al teléfono—. Papá te quería mucho.

—¿Y entonces por qué me ha dejado sin nada? ¿Quién es esa mujer?

Pablo guardó silencio. Sentí que algo se rompía entre nosotros también.

Durante días busqué a Laura Gutiérrez. Llamé a amigos de Diego, revisé sus correos antiguos, hasta encontré una foto en su móvil: una mujer de unos cuarenta años, morena, con ojos tristes. No reconocí el lugar ni el momento.

La rabia me consumía. Mi hermana insistía en que debía luchar por lo que era mío.

—Carmen, esto no puede quedar así. ¡Denúnciala! —me gritó una tarde mientras tomábamos café en la terraza.

Pero yo no quería venganza. Quería respuestas.

Una tarde de lluvia decidí ir a buscarla. Encontré su dirección en un recibo bancario olvidado entre los papeles de Diego. Vivía en un barrio humilde de Valladolid. Toqué el timbre con el corazón desbocado.

—¿Sí? —La voz al otro lado era suave.

—¿Laura Gutiérrez? Soy Carmen, la esposa de Diego Martín.

Hubo un silencio largo antes de que abriera la puerta. Me miró con miedo y compasión a la vez.

—Pase —susurró.

Su casa era pequeña pero acogedora. Fotos de niños en las paredes, olor a café recién hecho. Nos sentamos frente a frente.

—No sé qué decirle —empezó Laura—. Diego me ayudó mucho cuando más lo necesitaba.

—¿Erais amantes? —pregunté sin rodeos.

Ella negó con la cabeza.

—No. Nunca tuvimos nada… así. Diego era amigo de mi padre. Cuando él murió, Diego me ayudó a salir adelante con mis hijos. No tengo familia… Él siempre decía que quería ayudarme si algún día le pasaba algo.

Me quedé muda. No sabía si sentir alivio o más rabia aún. ¿Por qué nunca me contó nada? ¿Por qué ese secreto?

Laura me miró con lágrimas en los ojos.

—Sé que esto es injusto para usted. Yo no esperaba nada… Si quiere, renuncio a todo.

Salí de allí sin saber quién era mi marido realmente. ¿Era un hombre generoso o un cobarde incapaz de confiar en mí?

Volví a Salamanca y pasé días encerrada en casa, evitando llamadas y visitas. Pablo vino a verme y discutimos como nunca antes.

—¡Papá siempre fue bueno! ¡No puedes odiarle por esto! —me gritó.

—¡No le odio! Solo quiero entender…

Las semanas pasaron y la herida seguía abierta. Un día encontré una carta escondida entre los libros de Diego:

“Carmen: Si lees esto es porque ya no estoy. Sé que te dolerá mi decisión, pero necesitaba ayudar a Laura como nadie me ayudó a mí cuando era niño. No quise preocuparte ni cargar más peso sobre tus hombros. Te amé como nunca pensé amar a nadie.”

Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Quizá nunca entienda del todo sus motivos, pero sé que amó a su manera… aunque eso me haya roto por dentro.

Hoy sigo preguntándome: ¿Es posible perdonar una traición así? ¿O hay secretos que nunca deberían existir entre quienes se aman?