Las grietas invisibles: La historia de Lucía y Álvaro bajo el peso de las expectativas

—¿Por qué nunca puedes llegar a tiempo, Álvaro? —grité desde la puerta, con la voz temblando entre rabia y cansancio. El reloj marcaba las diez y media, y la cena que había preparado con tanto esmero ya estaba fría. A través del cristal del salón, veía las luces de Madrid titilando como si se burlaran de mi soledad.

Álvaro entró, con el abrigo aún puesto y la mirada baja. —Lo siento, Lucía. Se complicó una reunión en la oficina…

No respondí. Me limité a recoger los platos, sintiendo cómo una grieta invisible se abría entre nosotros. Era la tercera vez esa semana. Y aunque sabía que su trabajo en el bufete era exigente, no podía evitar pensar que si realmente me quisiera, encontraría la manera de estar presente.

Mi madre siempre decía que el amor era cuestión de detalles. «No te conformes, Lucía», me repetía mientras preparábamos croquetas en la cocina de nuestro piso en Chamberí. «Si no te pone por delante de todo, no es para ti». Yo había crecido con esa idea, viendo cómo mi padre llegaba cada noche a casa con flores para ella, aunque solo fuera una margarita robada del parque.

Pero Álvaro no era mi padre. Y yo no era mi madre. Aun así, cada vez que él fallaba a una cita o se olvidaba de un aniversario, sentía que me fallaba a mí y a todas las mujeres de mi familia.

Una noche, después de otra discusión por su ausencia en la comida familiar del domingo, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y apenas me reconocí: los ojos hinchados, el rímel corrido, la boca torcida por el dolor. ¿En qué momento habíamos dejado de ser felices?

Intenté hablarlo con mi amiga Marta mientras tomábamos un café en Malasaña. —¿No crees que le exiges demasiado? —me preguntó ella, removiendo su cortado—. Álvaro siempre ha sido así. Tú lo sabías.

—Pero… ¿no debería cambiar por mí? ¿Por nosotros? —le respondí, sintiendo un nudo en la garganta.

Marta suspiró. —A veces confundimos amor con expectativas. Y cuando no se cumplen, nos duele más a nosotras que a ellos.

Esa frase me persiguió durante días. Empecé a fijarme en las parejas que veía por la calle: unos reían juntos en una terraza; otros discutían bajito en el metro; algunos caminaban en silencio, pero con las manos entrelazadas. ¿Sería yo demasiado exigente? ¿O simplemente estábamos destinados a fracasar?

La tensión creció cuando mi hermana menor, Carmen, anunció su boda con Sergio. Mis padres organizaron una gran comida en casa y, como siempre, esperaban que Álvaro estuviera presente. Él llegó tarde y apenas habló durante la sobremesa. Mi madre me miró con desaprobación y luego me susurró al oído: —No te mereces esto, hija.

Esa noche discutimos como nunca antes. —¡Estoy harta de sentirme sola! —le grité—. ¡Harta de esperar a alguien que nunca llega!

Álvaro se quedó callado un momento antes de responder: —No puedo ser lo que tú quieres que sea, Lucía. Lo intento, pero siento que nunca es suficiente.

Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. ¿Era cierto? ¿Le estaba pidiendo algo imposible?

Pasaron semanas llenas de silencios incómodos y conversaciones a medias. Yo intentaba ser comprensiva, pero cada vez que él se marchaba temprano o llegaba tarde, sentía que una parte de mí se rompía un poco más.

Un viernes por la noche, después de otra jornada interminable para él y otra cena solitaria para mí, decidí salir a caminar por el Retiro. El aire frío me despejó la mente y me obligó a enfrentar una verdad dolorosa: amaba a Álvaro, pero amaba aún más la idea de lo que quería que fuera.

Cuando volví a casa, lo encontré sentado en el sofá, con los ojos rojos y una copa de vino en la mano.

—Lucía… tenemos que hablar —dijo con voz ronca—. No quiero seguir haciéndote daño. No quiero seguir sintiéndome insuficiente.

Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin reproches ni gritos. Hablamos de nuestros miedos, de nuestras heridas y de todo lo que nunca nos habíamos atrevido a decirnos.

—Quizá el problema es que ninguno sabe escuchar al otro —susurré—. Quizá llevamos demasiado tiempo esperando cosas imposibles.

Nos abrazamos y lloramos juntos. No hubo promesas ni finales felices esa noche. Solo dos personas intentando entenderse después de haberse perdido.

Hoy escribo esto desde el mismo piso donde todo empezó. Álvaro y yo decidimos darnos un tiempo para sanar y descubrir quiénes somos sin las expectativas del otro pesando sobre nuestros hombros. A veces le echo de menos; otras veces siento alivio.

Me pregunto si alguna vez aprenderemos a amar sin exigir tanto, sin esperar que el otro llene todos nuestros vacíos. ¿Es posible querer sin pedir? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes vinieron antes que nosotros?

¿Vosotros qué pensáis? ¿El amor verdadero exige sacrificios o aceptación? ¿Dónde está el límite entre esperar lo justo y pedir demasiado?