«Mamá, no me caso» – Confesiones de una hija española que rompió su boda en el último momento
—¡Lucía, no puedes hacerme esto! ¡No puedes hacerle esto a la familia! —La voz de mi madre retumbó en toda la casa, tan afilada como el cuchillo con el que cortaba cebolla para la paella del domingo. Yo estaba en el pasillo, temblando, con el vestido de novia aún colgado en la puerta de mi habitación. Era sábado por la mañana, el día antes de la boda. Mi padre, sentado en el salón con el Marca abierto, ni siquiera levantó la vista.
—Mamá, no puedo casarme con Alejandro —susurré, pero ella ya no escuchaba. Había entrado en ese estado en el que solo importaba el qué dirán, las apariencias, los vecinos del tercero y la tía Carmen que venía desde Salamanca solo para verme vestida de blanco.
No sé cuándo empezó todo a ir mal. Quizá fue aquella noche en la que Alejandro me gritó porque llegué tarde del trabajo, o cuando me pidió que dejara de ver a mis amigas porque «no le caían bien». Al principio pensé que era amor, celos de los buenos, de esos que te hacen sentir especial. Pero poco a poco, su cariño se fue volviendo una jaula.
Recuerdo una tarde en la terraza del bar de siempre, con Marta y Elena. Ellas reían y hablaban de sus planes para el verano, pero yo solo podía mirar el móvil cada dos minutos, esperando un mensaje de Alejandro preguntando dónde estaba. Marta me miró y dijo:
—Tía, ¿estás bien? No pareces tú últimamente.
Me encogí de hombros y cambié de tema. No quería preocuparlas. No quería admitir que tenía miedo.
La presión fue creciendo con los meses. Mi madre organizaba cada detalle de la boda como si fuera un evento real: las invitaciones con letras doradas, el menú con jamón ibérico y croquetas caseras, los centros de mesa con claveles rojos. Yo sonreía en las fotos y fingía entusiasmo, pero por dentro sentía un nudo en el estómago cada vez que pensaba en pasar el resto de mi vida con Alejandro.
Una noche, después de una discusión absurda sobre mi vestido —decía que era demasiado escotado—, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Al día siguiente, mi madre me preguntó si estaba enferma. Le dije que era solo cansancio.
El viernes antes de la boda, fui a casa de mi abuela Pilar. Ella siempre ha sido mi refugio. Me sirvió un café y me miró con esos ojos sabios que todo lo ven.
—Lucía, hija, ¿estás segura de lo que vas a hacer? —preguntó sin rodeos.
No pude evitarlo. Me derrumbé y le conté todo: los gritos, los celos, el miedo constante a decepcionar a todos. Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Más vale sola que mal acompañada, cariño. No te cases por compromiso ni por miedo.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en las palabras de mi abuela. Pensé en mi madre llorando delante de los invitados, en mi padre sin decir nada pero decepcionado, en Alejandro furioso y humillado. Pero también pensé en mí: ¿qué sería de mi vida si seguía adelante?
El sábado por la mañana tomé una decisión. Bajé a la cocina y lo solté:
—Mamá, no me caso.
El caos fue inmediato. Mi madre gritaba, mi padre se levantó por fin del sofá y me miró como si no me reconociera. Llamaron a Alejandro y vino corriendo desde su casa. Entró hecho una furia:
—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? ¿Vas a dejarme plantado delante de todos?
Le miré a los ojos y sentí miedo, pero también una extraña paz.
—No puedo casarme contigo. No soy feliz —dije con voz firme.
Él se marchó dando un portazo tan fuerte que temblaron los cristales del salón.
Las horas siguientes fueron un torbellino: llamadas de familiares indignados, mensajes de amigas preocupadas, vecinos cuchicheando en el portal. Mi madre no me habló durante días. Mi padre salía temprano y volvía tarde para evitarme. Solo mi abuela Pilar venía cada tarde a sentarse conmigo en la terraza.
Una semana después sigo aquí, en mi habitación vacía, mirando el vestido colgado como un fantasma del futuro que no fue. He perdido muchas cosas: amigos comunes, la confianza de mis padres, la tranquilidad del anonimato en el barrio. Pero he ganado algo más importante: la certeza de que merezco ser feliz.
A veces me pregunto si algún día mis padres entenderán mi decisión o si Alejandro encontrará a alguien dispuesto a vivir bajo sus reglas. Pero sobre todo me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán ahora mismo dudando frente al altar? ¿Cuántas se atreverán a decir «no» antes de perderse a sí mismas?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu vida no es realmente tuya? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?