Mi esposo, el fantasma de nuestro hogar: siempre en casa de su madre o enterrado en el trabajo

«¡Javier, por favor, escúchame!» grité mientras él cerraba la puerta de golpe, dejándome sola en la sala con un eco que resonaba en mi corazón. La casa estaba en silencio, salvo por el tic-tac del reloj que parecía burlarse de mi desesperación. Me quedé allí, inmóvil, con la sensación de que cada segundo que pasaba nos alejaba más.

Javier y yo nos conocimos hace diez años en una fiesta de amigos en común. Él era encantador, con una sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Nos enamoramos rápidamente y nos casamos al poco tiempo. Al principio, todo era perfecto; éramos inseparables y compartíamos sueños y esperanzas para el futuro. Pero con el tiempo, algo cambió.

Todo comenzó cuando su madre enfermó. Javier empezó a pasar más tiempo en casa de ella, ayudándola con las tareas diarias y asegurándose de que no le faltara nada. Al principio, lo entendí; después de todo, era su madre y necesitaba apoyo. Pero lo que comenzó como una visita ocasional se convirtió en una rutina diaria. Cada noche esperaba su regreso, pero él llegaba tarde, cansado y sin ganas de hablar.

«Es solo temporal», me decía a mí misma, tratando de justificar su ausencia. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Y luego estaba su trabajo. Javier siempre había sido ambicioso, pero últimamente parecía que su oficina se había convertido en su segundo hogar. Las llamadas a medianoche y los correos electrónicos interminables eran su nueva normalidad.

Una noche, después de haber pasado todo el día sola con nuestro hijo recién nacido, decidí enfrentar la situación. «Javier, necesitamos hablar», le dije cuando finalmente llegó a casa. «No puedo seguir así. Me siento como si estuviera criando a nuestro hijo sola».

Él me miró con cansancio y un toque de irritación. «Lo sabes bien, Carmen. Mi madre me necesita y el trabajo está más exigente que nunca».

«¿Y nosotros? ¿No te necesitamos también?» pregunté con lágrimas en los ojos.

«No es tan sencillo», respondió él, evitando mi mirada.

La conversación terminó ahí, como tantas otras veces. Me sentí invisible, como si mis palabras no tuvieran peso alguno en su mundo.

Pasaron los días y la distancia entre nosotros creció. Empecé a dudar de mí misma, preguntándome si estaba siendo egoísta al querer más de él. Mis amigas me decían que las cosas mejorarían cuando regresara al trabajo después de mi baja por maternidad, pero yo no estaba tan segura.

Una tarde, mientras paseaba por el parque con nuestro hijo, me encontré con Marta, una vieja amiga del colegio. «Carmen, hace tiempo que no te veía», dijo con una sonrisa cálida.

«Sí, he estado un poco ocupada», respondí tratando de sonar despreocupada.

«¿Cómo está Javier?» preguntó ella.

«Ocupado», dije sin poder evitar un tono amargo.

Marta me miró con comprensión. «A veces los hombres no se dan cuenta de lo que tienen hasta que lo pierden», dijo suavemente.

Sus palabras resonaron en mi mente durante días. ¿Era eso lo que estaba sucediendo? ¿Estaba perdiendo a Javier sin siquiera darme cuenta?

Una noche decidí escribirle una carta. No sabía si la leería o si siquiera le importaría, pero necesitaba expresar lo que sentía. Le conté sobre mi soledad, sobre cómo me sentía atrapada en un matrimonio donde la comunicación se había roto. Le recordé los sueños que teníamos juntos y cómo deseaba volver a sentirnos como antes.

Dejé la carta sobre su almohada antes de irme a dormir. Esa noche apenas pude cerrar los ojos, esperando una reacción al día siguiente.

A la mañana siguiente, Javier se levantó temprano como siempre y se fue al trabajo sin mencionar nada sobre la carta. Mi corazón se hundió un poco más.

Pasaron varios días sin cambios aparentes hasta que una noche llegó a casa más temprano de lo habitual. «Carmen», dijo con voz seria mientras se sentaba a mi lado en el sofá.

«Leí tu carta», continuó después de un momento de silencio incómodo.

Mi corazón latía con fuerza mientras esperaba sus siguientes palabras.

«No me había dado cuenta de cuánto te estaba lastimando», admitió con sinceridad en sus ojos. «He estado tan enfocado en mi madre y el trabajo que olvidé lo más importante: nosotros».

Las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas mientras él tomaba mi mano. «Quiero arreglar esto», dijo con determinación.

Esa noche hablamos durante horas, más de lo que habíamos hablado en meses. No resolvimos todos nuestros problemas de inmediato, pero fue un comienzo.

Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿por qué dejamos que las cosas llegaran tan lejos? ¿Por qué es tan fácil olvidar lo que realmente importa? Tal vez nunca tenga todas las respuestas, pero sé que estoy dispuesta a luchar por lo que amo.