Mi esposo es un tacaño: Sueño con el divorcio, pero temo perderlo todo

—¿Otra vez vas a comprar pan dulce, Mariana? —me espetó Julián desde la puerta de la cocina, con ese tono seco que ya me resulta tan familiar—. ¿No ves que tenemos galletas de la semana pasada?

Me quedé congelada, la bolsa en la mano, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda. Era jueves, y como cada jueves, yo solo quería darme un pequeño gusto después de limpiar la casa y terminar mi turno en la farmacia. Pero para Julián, cada peso gastado era una batalla perdida.

No siempre fue así. Cuando lo conocí en la universidad de Guadalajara, me enamoré de su sonrisa y su inteligencia. Era el chico que todos admiraban: moderno, elegante, con ideas frescas sobre política y economía. Me hacía sentir especial. Pero después de casarnos y mudarnos a León, algo cambió. O tal vez nunca cambió y yo simplemente no lo vi.

—¿Sabes cuántos litros de leche podríamos comprar con lo que gastas en esos antojos? —insistió él, mirando mi bolsa como si fuera veneno.

—Julián, es solo pan dulce… —intenté justificarme, pero ya sabía que era inútil.

Él suspiró fuerte y se fue al cuarto. Yo me quedé ahí, mirando la bolsa como si fuera culpable de todos nuestros problemas. En ese momento, recordé las palabras de mi madre: “Un hombre tacaño te roba la vida poquito a poquito”.

Al principio, pensé que exageraba. Pero ahora lo veo claro. Julián no solo controla el dinero; controla mi tiempo, mis deseos y hasta mis sueños. Si quiero ir al cine con mis amigas, tengo que pedirle permiso y justificar cada peso. Si quiero comprarme una blusa nueva, tengo que esperar a que él revise las ofertas en internet y decida si es “necesario”.

Una vez, mi hermana Lucía vino a visitarme desde Aguascalientes. Trajo a sus hijos y llenó la casa de risas y gritos. Yo preparé enchiladas y compré refrescos para todos. Julián llegó temprano del trabajo y al ver la mesa llena, frunció el ceño.

—¿Por qué tanto gasto? ¿No podían tomar agua de la llave?

Lucía me miró con lástima. Después me abrazó en la cocina y susurró:

—No tienes por qué aguantar esto, hermana.

Pero sí tenía. O al menos eso sentía. Porque aunque Julián nunca me ha pegado ni gritado fuerte, su manera de controlar todo me asfixia. Y lo peor es que nadie lo ve como un problema grave. Mis amigas dicen que “al menos no es borracho ni mujeriego”. Mi suegra asegura que “así son los hombres responsables”.

Pero yo sé que no es normal tener miedo de pedirle dinero para comprar toallas femeninas o para llevar a nuestro hijo Emiliano al parque.

Una noche, después de una discusión por una cuenta del súper, me encerré en el baño y lloré en silencio. Pensé en el divorcio. Fantaseé con empacar mis cosas y llevarme a Emiliano lejos de aquí. Pero luego recordé que todo está a nombre de Julián: la casa, el coche, hasta los muebles. Yo solo tengo mi trabajo de medio tiempo en la farmacia y un par de ahorros secretos en una lata de galletas.

A veces pienso que soy cobarde. Otras veces creo que simplemente estoy cansada. Cansada de justificar cada gasto, de sentirme una carga, de vivir con miedo a un regaño por comprarle un helado a mi hijo.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Emiliano preguntarle a su papá:

—¿Puedo ir al cine con mamá?

Julián respondió sin mirarme:

—Solo si llevan los boletos gratis del periódico y no compran nada allá.

Emiliano bajó la cabeza y yo sentí una punzada en el pecho. ¿Qué ejemplo le estamos dando? ¿Qué aprenderá sobre el amor y el dinero?

Esa noche llamé a Lucía.

—No sé qué hacer —le confesé entre lágrimas—. Siento que me estoy volviendo invisible.

—Mariana —me dijo ella—, nadie merece vivir así. El dinero no vale más que tu paz.

Pero aquí en México, divorciarse no es tan fácil como parece. Menos cuando eres mujer y dependes económicamente del esposo. Menos cuando toda tu familia te dice que “aguantes” porque “así es el matrimonio”.

Un día, después de otra pelea absurda por una cuenta del gas, Julián me dijo:

—Si no te gusta cómo manejo las cosas, puedes irte cuando quieras. Pero recuerda que todo esto lo pagué yo.

Sentí un frío en el estómago. ¿Eso era una amenaza? ¿O simplemente la verdad?

Esa noche no dormí. Pensé en Emiliano, en mi madre viuda que apenas sobrevive con su pensión, en mis sueños rotos de abrir una cafetería propia… Pensé en todas las mujeres que conozco: vecinas, amigas, primas… Todas han tenido que soportar algo parecido alguna vez.

Al día siguiente fui a trabajar con los ojos hinchados. Mi compañera Sandra me vio y me llevó al baño.

—¿Te pasa algo? —preguntó preocupada.

Le conté todo. Por primera vez dije en voz alta: “Mi esposo es un tacaño”. Sandra me abrazó fuerte.

—No estás sola —me dijo—. Hay ayuda legal gratuita para mujeres como nosotras. No tienes por qué quedarte si no eres feliz.

Esa noche busqué información en internet sobre divorcios en México y derechos de las mujeres casadas. Descubrí que aunque Julián tenga todo a su nombre, yo tengo derechos también. Que puedo pelear por la custodia de Emiliano y por una parte justa de lo que construimos juntos.

Por primera vez en años sentí una chispa de esperanza.

Aún no he tomado una decisión definitiva. Sigo teniendo miedo: miedo al qué dirán, miedo a empezar de cero, miedo a perderlo todo… Pero también tengo miedo de perderme a mí misma si sigo aquí.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas por un hombre tacaño? ¿Cuántas callamos por vergüenza o costumbre? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por miedo al cambio?

¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?