Mi marido, su cartera y mi jaula: La lucha por mi libertad en un matrimonio helado
—¿Otra vez has comprado yogures de marca blanca, Lucía? —La voz de Tomás retumba en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Me giro, con el carrito aún medio lleno, y le sostengo la mirada. Sé lo que viene: la lista de gastos, el sermón sobre cómo cada céntimo cuenta, el recordatorio de que no trabajo fuera de casa y que, por tanto, no debería gastar más de lo “estrictamente necesario”.
No siempre fue así. Cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca, Tomás era divertido, soñador y hasta un poco derrochador. Pero los años, la crisis y su miedo a perderlo todo lo transformaron en alguien que mide la vida en euros y céntimos. Yo, mientras tanto, fui encogiéndome. Primero dejé el trabajo para cuidar a nuestros hijos, Clara y Mateo. Después, dejé mis amigas porque “salir a tomar café es tirar el dinero”. Y un día me di cuenta de que había dejado de ser Lucía para convertirme en “la mujer de Tomás”.
—No es solo por el dinero —me dice él una noche, mientras repasa los recibos con una linterna porque “la luz está carísima”.— Es por nuestro futuro. ¿No quieres que los niños tengan algo ahorrado?
Quiero gritarle que sí, pero también quiero poder comprarme un libro sin sentirme culpable. Quiero poder invitar a mi hermana a cenar sin tener que justificar cada euro. Quiero volver a ser yo.
Mi madre siempre me decía: “El amor es compartir, no controlar”. Pero aquí estoy, contando las monedas antes de ir al supermercado, pidiendo permiso para comprarme una blusa en las rebajas. A veces pienso que mi jaula no tiene barrotes visibles, pero pesa igual.
Las discusiones se volvieron rutina. Un día, Clara me preguntó:
—Mamá, ¿por qué papá siempre está enfadado cuando compras cosas?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de nueve años que su padre no es malo, solo tiene miedo? ¿Cómo explicarle que yo también tengo miedo, pero a desaparecer?
Una tarde de otoño, mientras doblaba ropa en silencio, escuché a Tomás hablando con su hermano Javier por teléfono:
—No sé qué más hacer. Lucía no entiende lo importante que es ahorrar. Si por ella fuera, viviríamos como ricos.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que era una irresponsable? Me miré las manos: ásperas de tanto fregar, vacías de sueños.
Empecé a escribir un diario. Necesitaba recordar quién era antes de convertirme en invisible. Escribía sobre mis paseos por la Plaza Mayor cuando era estudiante, sobre las risas con mis amigas en los bares de tapas, sobre los libros que devoraba en la biblioteca pública. Escribía sobre cómo me sentía ahora: sola, pequeña, atrapada.
Un día me armé de valor y le pedí a Tomás que habláramos.
—Necesito sentirme parte de esta familia —le dije—. No solo la que ahorra o cuida a los niños. Necesito volver a trabajar.
Él se quedó callado un momento largo.
—¿Y quién va a cuidar de Clara y Mateo? ¿Vas a dejarles con extraños? Además, ahora mismo no hace falta ese dinero.
—No es por el dinero —le respondí—. Es por mí.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. Sentí que un muro invisible crecía entre nosotros.
Las semanas siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Empecé a buscar trabajo en secreto: limpiadora por horas, clases particulares… Cualquier cosa para tener mi propio dinero. Cuando conseguí mi primer pago —veinte euros por ayudar a una vecina con sus hijos— sentí una mezcla de orgullo y vergüenza.
Un sábado por la mañana, Tomás encontró el sobre con los billetes escondido en mi cajón.
—¿Me estás ocultando dinero? —su voz temblaba entre la rabia y el desconcierto.
—No te lo oculto —le dije—. Es mío. Lo he ganado yo.
Discutimos como nunca antes. Los niños se encerraron en su habitación asustados. Al final, Tomás se fue dando un portazo y yo me desplomé en el suelo del pasillo, llorando como hacía años que no lloraba.
Mi hermana Carmen vino esa tarde. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Lucía, tienes derecho a ser feliz. No eres egoísta por querer vivir tu vida.
Sus palabras me dieron fuerzas para tomar una decisión: si Tomás no podía entenderme ni respetarme, tendría que marcharme.
No fue fácil. El miedo me paralizaba: ¿cómo iba a mantenerme sola? ¿Y los niños? Pero también sentía una chispa de esperanza: tal vez aún podía reconstruir mi vida.
Una noche, después de acostar a Clara y Mateo, me senté frente a Tomás en la cocina iluminada solo por la luz del frigorífico.
—No puedo seguir así —le dije con voz firme—. O cambiamos juntos o me voy.
Él bajó la cabeza. Por primera vez en mucho tiempo le vi llorar.
No sé qué pasará mañana. Solo sé que merezco ser libre y feliz. ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en jaulas invisibles como la mía? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites al amor para no perdernos a nosotras mismas?