Mi marido trajo a su amante a casa mientras nuestra hija estaba en el hospital: el día que mi madre me falló

—¿Por qué huele a perfume de mujer aquí? —me pregunté en voz baja, cerrando la puerta de casa con las llaves aún temblando entre mis dedos. Eran las dos de la madrugada y acababa de regresar del hospital, donde Lucía, mi hija de ocho años, seguía ingresada tras una neumonía que no cedía. Mi cuerpo estaba exhausto, pero mi mente no podía descansar.

La luz tenue del pasillo iluminaba dos copas de vino en la mesa del salón. El abrigo rojo, que no era mío, colgaba del respaldo de una silla. Sentí un nudo en el estómago. Caminé despacio, como si temiera que el suelo se abriera bajo mis pies. Escuché risas ahogadas tras la puerta del dormitorio. Mi corazón latía tan fuerte que apenas podía respirar.

—¿Sergio? —llamé, con la voz rota.

Silencio. Luego, un susurro y el ruido apresurado de sábanas. La puerta se abrió y Sergio apareció, despeinado y con la camisa mal abrochada. Detrás de él, una mujer joven, morena, con los labios pintados de rojo intenso, me miró desafiante.

—No es lo que parece, Marta —balbuceó Sergio.

—¿No? —mi voz sonó más fría de lo que sentía—. ¿Entonces qué es?

La mujer cogió su abrigo sin decir palabra y salió casi corriendo. Sergio se quedó allí, mirándome como si yo fuera la intrusa en mi propia casa.

—¿Cómo has podido? —le grité, sintiendo que las lágrimas me quemaban los ojos—. ¡Nuestra hija está en el hospital! ¡Podría morirse y tú… tú…!

Sergio bajó la mirada. No dijo nada. Solo recogió las copas y desapareció en la cocina. Me senté en el sofá, abrazando mis rodillas, y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Al día siguiente, fui al hospital como una autómata. Lucía dormía, pálida y frágil entre las sábanas blancas. Le acaricié el pelo y le prometí en silencio que todo iría bien, aunque ni yo misma lo creía.

Necesitaba hablar con alguien. Llamé a mi madre. Siempre había sido mi refugio, la persona a la que acudía cuando el mundo se volvía insoportable.

—Mamá —dije entre sollozos—, Sergio me engaña. Anoche trajo a una mujer a casa… mientras Lucía está aquí.

Su respuesta fue como un jarro de agua fría:

—Marta, hija, no exageres. Los hombres son así. Tienes que ser fuerte por tu familia. No montes un escándalo ahora que tu hija está enferma.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —pregunté incrédula.

—Piensa en Lucía. No puedes permitirte un divorcio ahora. Aguanta, como hice yo con tu padre.

Colgué sin despedirme. Sentí una rabia sorda mezclada con una tristeza infinita. ¿Aguantar? ¿Callar? ¿Era eso lo que se esperaba de mí?

Los días siguientes fueron una pesadilla. Sergio apenas venía al hospital y cuando lo hacía, evitaba mirarme a los ojos. Mi madre insistía en que debía perdonarle «por el bien de la niña». Nadie preguntaba cómo me sentía yo.

Una tarde, mientras Lucía dormía y yo miraba por la ventana del hospital viendo cómo llovía sobre Madrid, sentí que me ahogaba. ¿Y si no salíamos de esta? ¿Y si Lucía no mejoraba? ¿Y si yo me rompía del todo?

Esa noche tomé una decisión. Cuando Lucía recibió el alta, recogí mis cosas y me fui a casa de mi amiga Carmen en Vallecas. Carmen me abrazó fuerte y me dijo:

—No eres menos madre por no aguantar lo inaguantable. Eres valiente por protegerte a ti misma.

Por primera vez en semanas sentí alivio. Lloré en sus brazos todo lo que no había podido llorar antes.

Sergio vino a buscarme dos días después.

—Marta, vuelve a casa. Lo nuestro fue un error… No quiero perderte ni perder a Lucía.

Le miré a los ojos y vi miedo, no amor.

—No puedo volver —le dije—. No después de lo que has hecho.

Mi madre me llamó para decirme que era una egoísta, que estaba destrozando la familia.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿No te duele verme así?

No respondió.

Los meses siguientes fueron duros: abogados, discusiones por la custodia de Lucía, noches sin dormir y días llenos de dudas. Pero también hubo pequeños momentos de luz: las risas de Lucía jugando en el parque, los cafés con Carmen, las tardes leyendo juntas cuentos para olvidar el dolor.

Poco a poco aprendí a vivir con la herida abierta. Aprendí a pedir ayuda sin sentirme culpable y a poner límites incluso a quienes más quería.

Hoy miro atrás y aún me duele recordar aquella noche: el perfume ajeno en mi casa, la soledad frente al abandono de mi madre, el miedo al futuro incierto. Pero también sé que sobreviví porque elegí no callar más.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que elegir entre su dignidad y el silencio impuesto por la familia? ¿Cuántas veces hemos confundido aguantar con ser fuertes?

¿Y tú? ¿Qué habrías hecho en mi lugar?