Mientras Carmen y su madre estaban en el mercado, yo empaqué y me fui: No volvería ni por todo el oro del mundo

—¿Otra vez vas a dejar los platos sin fregar, Lucía?— La voz de Rosario, mi suegra, retumbó en la cocina como una campana rota. Yo estaba sentada en la mesa, intentando que Carmen, mi hija de tres años, se terminara el puré. Pablo, mi marido, ni se inmutó; seguía mirando el móvil, ajeno a la tensión que llenaba el aire.

No era la primera vez que Rosario me lo echaba en cara. Desde que nos mudamos a su casa en Alcorcón, hace dos años, cada día era una batalla silenciosa. Pablo insistió en que era lo mejor: “Así ahorramos para nuestro piso”, decía. Pero nunca hubo piso, ni planes reales, solo promesas vacías y la sombra constante de su madre sobre nuestras vidas.

Recuerdo la primera noche en esa casa. Rosario nos había preparado la habitación de invitados, con muebles viejos y olor a naftalina. “Deberías estar agradecida”, me dijo mientras me entregaba las sábanas. “No todo el mundo tiene suegras tan generosas”. Yo sonreí por educación, pero por dentro sentí que estaba perdiendo algo importante: mi libertad.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Rosario tenía opiniones sobre todo: cómo debía vestir a Carmen, qué debía cocinar, incluso cómo debía hablarle a Pablo. “A los hombres hay que cuidarlos”, repetía. “No vayas a ser una de esas modernas que se creen mejores que los demás”.

Una tarde de domingo, mientras Pablo veía el partido del Madrid y Rosario planchaba en el salón, me acerqué a él.
—¿Podemos hablar?—susurré.
—¿Ahora?—respondió sin apartar la vista de la tele.
—Es importante…
Rosario intervino antes de que pudiera decir nada más:
—¿No ves que está ocupado? Habla luego, hija.

Me sentí invisible. Como si mis necesidades fueran siempre secundarias. Esa noche lloré en silencio mientras Carmen dormía a mi lado. Pensé en mi madre, en su piso pequeño en Vallecas, en cómo siempre me decía que una mujer debe ser dueña de su vida.

El punto de inflexión llegó un jueves cualquiera. Carmen tenía fiebre y yo estaba agotada tras pasar la noche en vela. Rosario entró en la habitación sin llamar.
—¿Por qué no has hecho la compra? Aquí no hay nada para cenar.
—Carmen está enferma… No he podido salir.
—Siempre tienes excusas. Cuando yo tenía hijos pequeños no paraba ni un segundo.

Pablo llegó tarde esa noche. Le pedí ayuda para llevar a Carmen al médico al día siguiente.
—No puedo, tengo mucho trabajo—me dijo sin mirarme.

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Era esto lo que quería para mi hija? ¿Una madre anulada y un padre ausente?

Al día siguiente, mientras Rosario y Pablo llevaban a Carmen al mercado para “que le diera el aire”, yo me senté en la cama y miré alrededor. La maleta azul seguía bajo la cama desde nuestra mudanza. La saqué y empecé a meter ropa mía y de Carmen. Cada prenda era un pequeño acto de rebeldía.

Llamé a mi madre:
—Mamá… ¿Puedo irme contigo unos días?
Su voz tembló al otro lado del teléfono:
—Claro que sí, hija. Vente cuando quieras.

Cuando Pablo volvió y vio la habitación vacía, me llamó veinte veces. No contesté. Me mandó mensajes:
“¿Qué haces?”
“¿Dónde estás?”
“Esto es una locura.”

Rosario también llamó:
—¿Cómo puedes hacerle esto a tu marido? ¿A tu hija? Eres una desagradecida.

Pero yo ya estaba sentada en el sofá del piso de mi madre, con Carmen dormida sobre mis piernas y una paz extraña en el pecho.

Los días siguientes fueron difíciles. Pablo vino a buscarme varias veces. Lloró, gritó, suplicó. Me prometió que cambiaría, que buscaríamos un piso solo para nosotros. Pero yo ya no podía confiar en sus palabras.

Mi madre me apoyó desde el primer momento:
—Lucía, nadie tiene derecho a decidir por ti. Ni tu marido ni su madre. Tienes derecho a ser feliz.

A veces Carmen pregunta por su padre y yo no sé qué decirle. Me siento culpable por haber roto su familia, pero también sé que crecer rodeada de gritos y reproches no era vida para ella.

En el barrio todos opinan. Algunos me llaman valiente; otros dicen que soy egoísta. Pero nadie sabe lo que es vivir sintiéndose invisible cada día.

Ahora busco trabajo y pienso en el futuro con miedo y esperanza. No sé si hice lo correcto, pero sé que no podía seguir allí ni un día más.

A veces me despierto sobresaltada pensando si algún día podré perdonarles o si simplemente debo aprender a vivir con mi decisión.

¿Vosotros qué haríais? ¿Es egoísmo buscar tu propia felicidad cuando hay una hija de por medio? ¿O es precisamente por ella por quien hay que ser valiente?