No crucé el umbral: “Mientras planeábamos nuestra boda, mi prometido y su padre vendían a escondidas nuestro piso”
—¿Por qué no me contestas, Daniel? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el ramo de flores que mi madre acababa de traer para elegir el centro de mesa. El eco de mi pregunta rebotó en las paredes vacías del salón, ese mismo salón donde habíamos soñado con desayunar juntos cada domingo. Daniel bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. Su padre, don Julián, permanecía en la puerta, con las llaves del piso colgando de su mano como si fueran un trofeo.
No podía entenderlo. Hacía solo una semana estábamos sentados en la terraza de la Plaza Mayor, hablando de los invitados y del viaje a Granada que haríamos después de la boda. Mi madre, Carmen, había reservado ya el restaurante en Chamberí; mi hermana pequeña, Marta, se había ofrecido a hacerme el peinado. Todo era ilusión y nervios. Pero ahora, en ese piso vacío, sentía que el suelo se abría bajo mis pies.
—Lucía, tenemos que hablar —dijo Daniel finalmente, con una voz tan baja que apenas le oí.
—¿Hablar? ¿Ahora? ¿Después de vender nuestro piso sin decirme nada? —le interrumpí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Don Julián intervino entonces, con esa autoridad seca que siempre me había incomodado:
—Era lo mejor para todos. Ese piso no era una buena inversión. Daniel tiene que pensar en su futuro.
—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en ese futuro? —pregunté, mirando a Daniel, buscando una chispa de complicidad que ya no estaba.
Recuerdo perfectamente el día que firmamos el contrato de arras. Fue un sábado lluvioso de febrero. Daniel y yo estábamos empapados pero felices. Habíamos encontrado ese piso pequeño pero luminoso en Lavapiés, cerca del metro y con una panadería justo debajo. Era nuestro primer paso juntos. Mi padre nos ayudó con parte de la entrada y Daniel prometió que lo arreglaríamos poco a poco.
Durante meses, cada rincón del piso fue testigo de nuestras ilusiones: las cajas llenas de libros, las discusiones sobre el color de las paredes, las noches en el colchón tirado en el suelo porque aún no teníamos cama. Incluso cuando discutíamos —por la boda civil o religiosa, por invitar a los primos lejanos o no— siempre terminábamos abrazados en ese salón.
Pero todo cambió cuando Daniel empezó a pasar más tiempo con su padre. Don Julián nunca me aceptó del todo. Decía que yo era demasiado independiente, que una mujer con trabajo fijo y opinión propia podía ser un problema para su hijo. Yo intentaba ignorarlo; pensaba que el amor podía con todo.
Las semanas previas a la boda fueron un torbellino: pruebas de vestido en Serrano, listas interminables de invitados, mi abuela cosiendo los detalles para los regalos. Pero Daniel estaba cada vez más ausente. Cuando le preguntaba si estaba nervioso por la boda, él sonreía forzado y cambiaba de tema.
Una tarde, mientras revisaba papeles en casa de mis padres, encontré una carta del banco dirigida a Daniel. No le di importancia hasta que vi el remitente: la inmobiliaria que nos vendió el piso. El corazón me dio un vuelco. Llamé a Daniel al instante.
—¿Por qué hay una carta de la inmobiliaria? —le pregunté.
—Nada importante, solo papeleo —respondió rápido.
Pero algo no cuadraba. Al día siguiente fui al piso sin avisar y me encontré con dos desconocidos recorriéndolo junto a don Julián. Me escondí tras la puerta y escuché:
—El piso está recién reformado y es perfecto para parejas jóvenes —decía don Julián.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Salí corriendo y llamé a mi madre entre sollozos. Ella vino enseguida y juntas esperamos a Daniel esa noche. Cuando llegó, no pudo seguir mintiendo.
—Mi padre me convenció —dijo al fin—. Dice que es mejor vender ahora y buscar algo más grande cuando tengamos hijos…
—¿Y tú qué piensas? ¿No era este nuestro hogar? —le pregunté, temblando.
Daniel no supo qué responderme. En ese momento entendí que no era solo el piso lo que había perdido; era la confianza, los sueños compartidos, la complicidad.
La noticia corrió como la pólvora entre familiares y amigos. Mi tía Pilar se indignó: “¡Eso no se hace! ¿Cómo puedes casarte con alguien así?”. Mi padre intentó mediar: “Quizá solo fue un error…”. Pero yo ya no podía mirar a Daniel igual.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas cancelando proveedores, devolviendo regalos, explicando a todos por qué no habría boda. Mi madre lloraba conmigo cada noche; mi hermana intentaba animarme con bromas absurdas.
Una tarde fui al piso por última vez. Estaba vacío salvo por una caja olvidada con fotos nuestras: sonrisas sinceras, abrazos en la playa de Valencia, promesas escritas en servilletas de bar. Me senté en el suelo y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Hoy escribo esto desde el cuarto donde crecí, rodeada de los pósters viejos y los libros del instituto. A veces me pregunto si fui demasiado ingenua o si simplemente confié en la persona equivocada. ¿Cómo se reconstruye una vida cuando te arrancan los cimientos? ¿Cómo se vuelve a confiar después de una traición así?
Quizá algún día encuentre respuestas. Por ahora solo puedo preguntarme: ¿Qué haríais vosotros si os pasara algo así? ¿Se puede perdonar una traición cuando viene de quien más amas?