No te arrepientas, Julieta: Entre el frío y el olvido

—No te arrepientas, Julieta. Si te dejó, es porque no te amaba —dijo mi mamá, asomándose al umbral de mi cuarto, con esa voz que mezcla resignación y ternura. Yo estaba de pie frente al espejo, temblando más por dentro que por fuera, ajustando la cinta azul de mi vestido. Afuera, la noche caía sobre Buenos Aires con un frío que cortaba la respiración; el termómetro marcaba menos veinticinco y decían que la madrugada sería aún más cruel.

—¿No vas a congelarte con ese vestido? —insistió ella, cruzando los brazos sobre su pecho, como si así pudiera protegerme del mundo y de mis propias decisiones.

—No me va a dar tiempo de congelarme, mamá. Además, no voy a ir a un cumpleaños en jeans —le respondí, forzando una sonrisa mientras sentía cómo el nudo en mi garganta crecía. Sabía que todos iban a preguntar por él. Sabía que todos iban a mirar mi silla vacía al lado de la suya.

Mi madre suspiró y se acercó para acomodarme un mechón de pelo detrás de la oreja. —No tienes que demostrarle nada a nadie, hija. Ni a él, ni a los demás.

Pero yo sí sentía que tenía que demostrar algo: que podía seguir adelante, que no me había roto del todo. Que podía caminar sola por esas calles heladas aunque por dentro me sintiera hecha pedazos.

Salí de casa con el abrigo apretado contra el pecho y los tacones resonando en la vereda. El aire era tan frío que dolía respirar. Caminé rápido, esquivando charcos congelados y autos apurados. Cada paso era una batalla contra las ganas de volverme y encerrarme bajo las sábanas.

Cuando llegué al departamento de Camila, la música y las risas se escapaban por las ventanas empañadas. Subí las escaleras con el corazón en la boca. Apenas abrí la puerta, sentí todas las miradas sobre mí.

—¡Julieta! —gritó Camila, abrazándome fuerte—. ¡Qué linda estás! ¿Y Tomás?

Ahí estaba la pregunta. La maldita pregunta. Sentí cómo todos esperaban mi respuesta, como si fuera un espectáculo más de la noche.

—No pudo venir —mentí, bajando la mirada y fingiendo buscar algo en mi cartera.

Camila me miró con esa compasión disfrazada de alegría. —Bueno, igual vamos a pasarla bien. Vení, te sirvo algo.

Me mezclé entre la gente, saludando a conocidos y soportando los comentarios velados:

—¿Y Tomás? ¿Siguen juntos?
—¿No era él el que siempre venía con vos?
—Dicen que lo vieron con otra…

Cada frase era una puñalada. Yo solo asentía, sonreía y apretaba el vaso entre las manos para no llorar. Recordé la última vez que lo vi: su mirada esquiva, sus palabras cortantes.

—No sos vos, soy yo —me dijo Tomás aquella tarde en el Parque Centenario. El sol caía entre los árboles pelados y yo sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies.

—¿Por qué? —le pregunté, buscando alguna grieta en su voz que me diera esperanza.

—Simplemente… ya no siento lo mismo —respondió él, sin mirarme a los ojos.

Volví al presente cuando sentí una mano en mi hombro. Era Martín, un amigo de la facultad.

—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja.

Asentí sin convencerlo ni convencerme. Martín me llevó al balcón para respirar aire fresco (como si el aire helado pudiera limpiar el dolor).

—No tenés que fingir con nosotros —dijo él—. Si querés llorar, llorá.

Me apoyé en la baranda y miré las luces de la ciudad titilando a lo lejos. Sentí las lágrimas arder en mis mejillas antes de poder detenerlas.

—¿Por qué duele tanto? —susurré.

Martín no respondió. Solo me abrazó fuerte, como si pudiera sostener mis pedazos rotos.

Adentro, la fiesta seguía. Afuera, yo me sentía más sola que nunca.

Pensé en mi mamá y sus palabras: «No te arrepientas». Pero ¿cómo no arrepentirse cuando uno dio todo? ¿Cómo no sentir rabia por haber creído en promesas vacías?

La noche avanzó entre risas ajenas y recuerdos propios. Vi parejas bailando pegadas, amigos sacándose fotos, gente planeando futuros juntos. Y yo ahí, sintiéndome invisible.

Cuando volví a casa, mi mamá seguía despierta esperándome en la cocina con una taza de té caliente.

—¿Cómo estuvo? —preguntó sin juzgarme.

Me senté frente a ella y dejé caer la máscara por primera vez en semanas.

—Mamá… ¿cómo se sigue después de esto?

Ella tomó mi mano y me miró con esos ojos cansados pero llenos de amor.

—Se sigue un día a la vez, Julieta. Se sigue aunque duela. Y un día te das cuenta de que ya no duele tanto.

Me fui a dormir pensando en sus palabras. Afuera seguía haciendo frío, pero adentro sentí un pequeño calorcito creciendo despacio.

Hoy escribo esto porque sé que no soy la única que ha sentido ese vacío después de un abandono. Porque sé que muchas veces nos obligan a aparentar fortaleza cuando lo único que queremos es gritar o llorar hasta quedarnos sin lágrimas.

¿Ustedes también han sentido ese frío por dentro? ¿Cómo hicieron para volver a confiar después de una traición así? ¿Vale la pena no arrepentirse o es solo otra forma de engañarnos?