Nunca fuimos un cuento de hadas: Mi verdad con Daniel

—¿Otra vez llegas tarde, Daniel? —mi voz tembló, pero no de miedo, sino de rabia contenida. El reloj marcaba las once y media y la cena, fría sobre la mesa, era el testigo mudo de otra noche en vela. Daniel dejó caer las llaves sobre el aparador y ni siquiera me miró.

—No empieces, Lucía. Ha sido un día largo —respondió sin emoción, como si yo fuera una sombra más en el pasillo.

En ese instante supe que algo se había roto. No fue un grito ni una infidelidad lo que acabó con nosotros, sino ese silencio espeso que se colaba entre las paredes de nuestro piso en Vallecas. Yo, que siempre soñé con una familia unida como la de mis padres, me encontraba atrapada en una rutina que me asfixiaba.

Recuerdo cuando conocí a Daniel en la universidad de Salamanca. Él era divertido, espontáneo, el alma de todas las fiestas. Yo era más reservada, siempre con un libro bajo el brazo y miedo a destacar. Nos enamoramos rápido, como si el mundo fuera solo nuestro. Pero la vida real no tarda en llegar: trabajos precarios, alquileres imposibles, la presión de los padres preguntando cuándo nos casaríamos y cuándo llegarían los niños.

Nos casamos en una iglesia pequeña de Segovia, rodeados de primos y tías que apenas conocíamos. Mi madre lloraba de emoción; mi padre me apretaba la mano con fuerza. Pensé que ese día sería el inicio de algo grande. Pero la felicidad duró poco. Daniel perdió su trabajo en una constructora y empezó a pasar más tiempo fuera de casa. Yo trabajaba en una tienda de ropa del centro y cada vez que volvía a casa sentía que caminaba sobre cristales rotos.

—¿Por qué nunca estás? —le pregunté una noche mientras recogía los platos.
—¿Por qué siempre tienes que reprocharme todo? —me respondió él, sin mirarme.

Las discusiones se hicieron rutina. Los domingos en casa de mis suegros eran un suplicio: su madre me miraba con desconfianza, como si yo fuera la culpable de todo. «Lucía no sabe cuidar a un hombre», le oí decir una vez en la cocina. Me tragué las lágrimas y sonreí para no darle el gusto de verme derrotada.

Intenté salvar lo nuestro: propuse ir a terapia, hacer escapadas juntos, buscar nuevos trabajos. Pero Daniel ya no quería luchar. Se encerraba en sí mismo, salía con amigos que yo no conocía y volvía oliendo a alcohol y tabaco barato. Una noche encontré mensajes en su móvil: nada explícito, pero suficientes para entender que buscaba fuera lo que ya no encontraba conmigo.

—¿Me engañas? —le pregunté sin rodeos.
—No seas paranoica —me contestó, pero sus ojos evitaban los míos.

La soledad se convirtió en mi compañera. Mis amigas intentaban animarme: «Lucía, sal más, apúntate a yoga, haz algo por ti». Pero yo solo quería entender en qué momento dejé de ser feliz. Mi hermana Marta fue la única que me dijo la verdad:

—No tienes que aguantar esto solo porque te casaste. No eres menos por querer irte.

Pero irse no es fácil cuando toda tu vida has aprendido a complacer a los demás. Mis padres no entendían mi dolor: «El matrimonio es así, hija. Hay que aguantar». Pero yo ya no podía más.

Una tarde lluviosa de noviembre empaqueté mis cosas mientras Daniel dormía la siesta en el sofá. No hubo gritos ni portazos. Solo silencio y una carta sobre la mesa:

«No soy perfecta, pero tampoco tú fuiste nunca mi sueño. Nos perdimos por el camino y ya no sé si quiero encontrarte».

Me fui a casa de Marta y lloré durante días enteros. El mundo seguía girando mientras yo aprendía a respirar sin él. Al principio sentí culpa: por fallarles a mis padres, por decepcionar a Daniel, por no cumplir con ese ideal de familia española que tanto nos inculcaron desde pequeños.

Pero poco a poco empecé a recordar quién era antes de todo esto: la Lucía que leía novelas en el Retiro, que soñaba con viajar sola a Lisboa, que reía sin miedo al qué dirán. Encontré trabajo en una librería pequeña cerca del barrio de Malasaña y empecé a salir con gente nueva. No fue fácil reconstruirme entre los restos del pasado, pero aprendí a quererme sin necesitar la aprobación de nadie.

A veces veo a Daniel por la calle, siempre con prisa y cara cansada. Nos saludamos con un gesto frío y distante. Ya no duele como antes; ahora solo siento compasión por lo que fuimos y alivio por lo que ya no somos.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones rotas solo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas Lucías hay en España callando su dolor para no decepcionar a nadie? ¿De verdad merece la pena sacrificar nuestra felicidad por cumplir expectativas ajenas?