Todos lo sabían, menos yo: Vida entre traiciones en un barrio de Madrid
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Lucía? —mi voz temblaba, ahogada por la rabia y la incredulidad. Estábamos en la cocina de mi piso, el mismo donde tantas veces habíamos compartido confidencias, risas y hasta lágrimas. Ahora, el aire olía a café frío y a mentiras.
Lucía bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. —Marta, yo… no quería hacerte daño. No era mi intención. Todo se fue de las manos…
No podía creerlo. Quince años viviendo en el mismo bloque de Carabanchel, creyendo que mi vida era tan normal como la de cualquiera. Mi marido, Diego, siempre tan atento, tan presente en las reuniones de vecinos, tan dispuesto a ayudar a los demás. Y Lucía, mi confidente desde el colegio, la que conocía todos mis secretos. Todos menos uno: el suyo.
Recuerdo esa noche como si fuera hoy. Era jueves y llovía a cántaros. Diego dijo que tenía una cena de trabajo. Yo me quedé en casa viendo una película mala y contestando mensajes del grupo de madres del colegio. A las doce, salí al balcón a fumar un cigarro —el único vicio que me permitía— y vi la silueta de Diego entrando en el portal de Lucía. Pensé que sería una casualidad. Pero cuando vi la luz del salón encenderse y sus sombras moverse juntas tras la cortina, algo dentro de mí se rompió.
No dormí esa noche. Al día siguiente, enfrenté a Diego. Él lo negó todo, claro. Me llamó paranoica, me abrazó fuerte y me juró que me quería. Pero ya no podía creerle. La semilla de la duda había germinado.
Durante semanas viví en una especie de limbo. Fingía normalidad ante mis hijos, Paula y Álvaro, que seguían con sus rutinas: colegio, deberes, fútbol en el parque. Yo iba al supermercado, saludaba a los vecinos —a Carmen del quinto, a don Julián del bajo— y sentía que todos sabían algo que yo ignoraba.
Hasta que una tarde, mientras recogía a Paula del conservatorio, la vi: Lucía salía del coche de Diego. Se despidieron con un beso rápido, casi furtivo. Mi hija tiró de mi mano y yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
Esa noche llamé a Lucía. Le pedí que viniera a casa. Cuando llegó, supe que todo era verdad antes de que abriera la boca.
—¿Desde cuándo? —pregunté con voz ronca.
—Desde hace un año —susurró ella—. Fue un error, Marta. Lo sé. Pero no supe cómo parar…
La rabia me cegó. Grité, lloré, le lancé la taza de café contra la pared. Ella se fue corriendo, dejando tras de sí un rastro de perfume barato y remordimientos.
Diego intentó justificarse. Dijo que nuestra relación estaba estancada, que necesitaba sentirse vivo otra vez. Me pidió perdón mil veces. Pero yo ya no era la misma.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Los rumores corrieron por el bloque como pólvora: que si Marta está loca, que si Diego se va con Lucía, que si los niños lo están pasando fatal… Me sentí juzgada por todos: por las vecinas en el ascensor, por las madres en la puerta del colegio, incluso por mi propia familia.
Mi madre vino desde Salamanca para ayudarme con los niños. —Hija, tienes que ser fuerte —me decía mientras preparaba croquetas—. No eres ni la primera ni la última a la que le pasa esto.
Pero yo no quería ser fuerte. Quería volver atrás y no saber nada. Quería mi vida de antes, aunque fuera una mentira.
Una tarde, Paula entró en mi habitación y me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿vas a dejar a papá?
No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle a una niña de diez años que su padre había destrozado nuestra familia?
Al final tomé una decisión: Diego se fue de casa. Los niños lloraron durante días. Yo también. Pero poco a poco empecé a respirar otra vez.
El bloque seguía igual: los mismos cotilleos en el portal, los mismos saludos forzados en el ascensor. Pero yo ya no era invisible. Empecé a salir a caminar por Madrid Río, a tomar café sola en la terraza del bar de Manolo, a leer libros que tenía olvidados.
Un día me crucé con Lucía en el supermercado. Me miró con ojos tristes y bajó la cabeza. No le dije nada. Ya no tenía fuerzas para odiarla.
Han pasado dos años desde aquella noche. Diego vive en otro barrio y ve a los niños los fines de semana. Lucía se mudó poco después; dicen que nadie le dirigía la palabra en el bloque.
Yo sigo aquí, reconstruyendo mi vida entre las paredes donde todo se vino abajo y donde ahora intento levantar algo nuevo para mí y mis hijos.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Martas hay en cada bloque de Madrid? ¿Cuántas viven entre secretos y miradas cómplices sin saberlo? ¿Y cuántas logran salir adelante después de perderlo todo?