Una noche de noviembre en la que todo se rompió: Cuando descubrí que Sergio amaba a otra

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Sergio? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras la lluvia golpeaba las ventanas del salón. Él dejó las llaves sobre la mesa y evitó mirarme a los ojos.

—No empieces, Lucía. Ha sido un día largo en la oficina —respondió, quitándose el abrigo con un suspiro cansado.

Pero yo ya no podía callar más. Llevábamos meses así: cenas en silencio, mensajes contestados a medias, excusas que olían a mentira. Aquella noche de noviembre, el cielo parecía llorar conmigo. Cuando Sergio se metió en la ducha, su móvil vibró sobre la mesa. No suelo mirar el teléfono de nadie, pero algo dentro de mí gritaba que lo hiciera. Y lo hice.

Leí su nombre: Marta. «No puedo dejar de pensar en ti. Ojalá estuvieras aquí esta noche». Sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. Las palabras se mezclaban con el sonido del agua y el latido frenético de mi corazón. No era una sospecha: era la verdad, cruel y desnuda.

Cuando salió del baño, me encontró sentada en el sofá, el móvil temblando entre mis manos. Me miró y supo que lo sabía todo.

—¿Desde cuándo? —pregunté con voz rota.

—Lucía… No quería hacerte daño —murmuró, bajando la mirada.

—¿Desde cuándo, Sergio? —insistí, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

—Desde hace unos meses. Todo se volvió difícil entre nosotros y…

No le dejé terminar. Me levanté y salí corriendo al balcón, dejando que la lluvia empapara mi pijama y mi alma. Pensé en los años juntos: en las vacaciones en Asturias, en las navidades con mi madre, en los planes de futuro que ahora se desmoronaban como castillos de arena.

Esa noche no dormí. Escuché cómo Sergio recogía algunas cosas y salía de casa sin decir adiós. El silencio era tan denso que me dolía respirar.

Los días siguientes fueron una niebla espesa. Mi madre vino a verme desde Salamanca; me preparó caldo y me abrazó como cuando era niña. Pero ni el calor de su abrazo podía tapar el frío que sentía por dentro.

—Hija, tienes que ser fuerte. Nadie merece tus lágrimas si no sabe valorarte —me decía mientras me acariciaba el pelo.

Pero yo solo podía pensar en todo lo que había perdido: la confianza, la seguridad, la ilusión. Mis amigas intentaban animarme con mensajes y planes improvisados para salir a tomar algo por Malasaña, pero yo apenas tenía fuerzas para salir de la cama.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando ordenar mis pensamientos, vi a Sergio a lo lejos. Caminaba de la mano con Marta, riendo como hacía tiempo que no le veía reír conmigo. Sentí rabia, celos y una tristeza infinita. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

La familia de Sergio me llamaba para saber cómo estaba; su madre incluso vino a traerme una tarta de manzana «como las que te gustan». Pero yo no podía soportar más compasión ni más recuerdos de una vida que ya no era mía.

Empecé a escribir en un cuaderno todo lo que sentía: la traición, el miedo a estar sola, la duda constante de si yo había hecho algo mal. ¿Había sido demasiado exigente? ¿Demasiado fría? ¿O simplemente él ya no me quería?

Un día, mi amiga Carmen me llevó a una exposición en el Matadero. Allí, rodeada de cuadros llenos de colores y formas imposibles, sentí por primera vez una chispa de esperanza. Quizás podía empezar de nuevo; quizás aún quedaba algo bueno para mí.

Pero las noches seguían siendo difíciles. Me despertaba sobresaltada pensando que todo había sido una pesadilla y que Sergio volvería a casa con una sonrisa y un beso en la frente. Pero su lado de la cama seguía vacío.

Poco a poco, empecé a reconstruirme: retomé mis clases de yoga, volví a quedar con mis amigas para cenar tapas en La Latina y hasta me atreví a viajar sola a Granada un fin de semana. Descubrí que podía disfrutar del silencio sin sentirme sola y que mi vida no dependía de nadie más que de mí.

A veces pienso en Sergio y en lo que tuvimos. No le guardo rencor; sé que ambos cometimos errores y que el amor no siempre es suficiente para salvarlo todo. Pero aún me cuesta confiar. Cuando alguien nuevo se acerca, siento miedo de volver a caer en la misma trampa.

Ahora miro hacia atrás y veo aquella noche lluviosa como el principio del fin… o quizás como el principio de algo nuevo para mí.

¿Alguna vez habéis sentido cómo se rompe vuestro mundo en una sola noche? ¿Cómo se aprende a confiar otra vez después de una traición así?