Veinte Años y un Adiós: Cuando el Deber Familiar Rompe un Matrimonio
—¿De verdad vas a dejarme solo en esto, Carmen? —La voz de Luis retumbó en el pasillo, tan fría como la noche de enero que se colaba por las rendijas de la ventana.
Me quedé quieta, con las manos aún húmedas del agua jabonosa. Miré la mesa del comedor, donde los platos seguían sin recoger. La casa olía a sopa de cocido y a cansancio. Había pasado el día entero atendiendo a su madre, doña Pilar, que desde hacía meses no distinguía el día de la noche y confundía mi nombre con el de su hermana muerta.
—No puedo más, Luis. No puedo —susurré, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Él apretó los puños. —Es mi madre. Es nuestra familia. ¿Qué clase de persona eres?
Me mordí los labios para no gritarle que llevaba veinte años siendo la clase de persona que lo daba todo. Que había dejado mi trabajo en la biblioteca cuando nació nuestra hija Lucía, que había renunciado a mis tardes de café con amigas para cuidar de todos. Que había soportado las miradas de lástima en el barrio cuando doña Pilar empezó a gritarle a los vecinos desde el balcón.
Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió. No era solo el cansancio físico; era la soledad de sentirme invisible. Nadie preguntaba cómo estaba yo. Nadie veía mis lágrimas en la ducha ni escuchaba mis rezos mudos antes de dormir.
Luis se sentó en el sofá, derrotado. —Si no puedes cuidar de mi madre, ¿qué sentido tiene esto? —dijo señalando el anillo en su dedo.
Me acerqué despacio. —Luis, tu madre necesita ayuda profesional. No soy enfermera, ni psicóloga. No puedo con esto sola. Lucía también lo está pasando mal; apenas quiere estar en casa.
Él negó con la cabeza. —No pienso meterla en una residencia. Eso sería matarla en vida.
—¿Y a mí? ¿No me estás matando tú poco a poco? —pregunté, y sentí cómo me ardían los ojos.
El silencio se hizo espeso entre nosotros. Afuera, los coches pasaban ajenos a nuestro drama doméstico. Recordé la primera vez que conocí a doña Pilar, cuando aún era una mujer fuerte y elegante, que me miró de arriba abajo y me preguntó si sabía hacer una buena tortilla de patatas.
—No es justo —musité—. No es justo para nadie.
Luis se levantó bruscamente. —Si no eres capaz de cuidar a mi madre, no puedo seguir contigo. Me decepcionas profundamente, Carmen.
Sentí un golpe seco en el pecho. Veinte años juntos y todo se reducía a esto: una elección imposible entre mi salud mental y el deber familiar.
Esa noche dormí en la habitación de Lucía. Ella se acercó en silencio y me abrazó fuerte.
—Mamá, no es culpa tuya —susurró—. La abuela necesita médicos, no solo a ti.
Lloré en silencio hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron un infierno. Luis apenas me dirigía la palabra. Doña Pilar tuvo otro episodio: gritó durante horas que alguien quería robarle las joyas que ya no tenía. Llamé al centro de salud; vinieron dos enfermeros y una trabajadora social. Me miraron con compasión y me dijeron lo que yo ya sabía: necesitaba ayuda profesional.
Luis se negó a escuchar razones. —En esta casa no entra nadie ajeno —decía—. Mi madre se queda aquí hasta el final.
Pero yo ya había tomado una decisión. No podía seguir así; ni por él ni por nadie. Llamé a mi hermana Mercedes y le pedí que viniera a buscarme.
—¿Estás segura? —me preguntó mientras metía ropa en una maleta vieja.
—No puedo más, Merche. Me estoy perdiendo a mí misma.
Cuando Luis vio la maleta junto a la puerta, supe que era el final.
—¿Así acaba todo? ¿Después de todo lo que hemos pasado?
Lo miré a los ojos por primera vez en semanas.
—No puedo salvarte si yo me hundo contigo, Luis.
Me marché esa tarde con Lucía y una mezcla amarga de alivio y culpa.
Ahora vivo en el piso pequeño de mi hermana en Vallecas. Lucía duerme conmigo algunas noches; otras se queda con su padre para no romper del todo lo poco que queda de familia. Doña Pilar está cada vez peor; finalmente Luis tuvo que aceptar ayuda profesional cuando sufrió una caída grave.
A veces paseo sola por el parque y me pregunto si fui egoísta o simplemente humana. Echo de menos mi casa, mis rutinas, incluso las discusiones tontas por el mando de la tele. Pero también respiro mejor; ya no siento ese peso constante en el pecho.
En el barrio algunos me miran raro; otros me paran para decirme que hice bien, que nadie puede cargar con todo siempre. Pero yo sigo dudando cada noche antes de dormir: ¿Habría aguantado un poco más? ¿Es legítimo elegirte a ti misma cuando todos esperan lo contrario?
Quizá nunca tenga respuesta, pero hoy duermo tranquila sabiendo que al menos fui honesta conmigo misma.
¿Dónde está el límite entre el deber familiar y el derecho a vivir tu propia vida? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?