Veinticinco años a su sombra: la historia de Carmen

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de veinticinco años? —mi voz temblaba, pero no de rabia, sino de incredulidad. Tomás ni siquiera levantó la vista del móvil. Supe en ese instante que algo se había roto para siempre.

Recuerdo perfectamente la primera vez que le vi, en la facultad de Derecho de Salamanca. Era el chico que todos admiraban: seguro, ambicioso, con esa sonrisa que parecía prometer un futuro brillante. Yo era más discreta, aplicada, la que siempre tenía los apuntes al día y escuchaba más de lo que hablaba. Nos enamoramos rápido, como si el destino hubiera decidido unirnos para siempre.

Desde el principio, Tomás tenía claro lo que quería: montar su propio despacho, ser alguien importante. Yo, en cambio, soñaba con una vida tranquila, una familia unida y tardes de domingo en el parque con nuestros hijos. Pero sus sueños se convirtieron en los míos porque así me enseñaron en casa: una esposa apoya a su marido, pase lo que pase.

Cuando Tomás abrió su primer despacho en el centro de Valladolid, yo era secretaria, contable y psicóloga a partes iguales. Me encargaba de las facturas, de llamar a los clientes morosos, de consolarle cuando las cosas iban mal. Renuncié a mi plaza en la administración pública porque «alguien tenía que estar pendiente de los niños» y «la familia es lo primero». Nunca me quejé. O eso creía.

Nuestros hijos, Lucía y Álvaro, crecieron viendo a su padre llegar tarde y a su madre apagando fuegos. Las cenas eran rápidas y silenciosas; yo preguntaba por sus días y ellos respondían con monosílabos. Tomás apenas hablaba. Siempre tenía algo urgente que atender.

—Mamá, ¿por qué papá nunca viene a mis partidos? —me preguntó Álvaro una tarde lluviosa de noviembre.

—Está trabajando, cariño. Lo hace por nosotros —mentí, porque ya ni yo misma me creía esa excusa.

Los años pasaron y el despacho creció. Empezaron a llegar los premios, las entrevistas en la radio local, las cenas con empresarios importantes. Yo seguía siendo su sombra: organizando eventos, eligiendo corbatas, recordándole aniversarios. Pero cada vez sentía más frío en casa.

La gota que colmó el vaso llegó el día que Tomás recibió el premio al Empresario del Año en Castilla y León. La foto salió en todos los periódicos: él sonriente, rodeado de políticos y empresarios. Yo estaba al fondo, apenas visible, como siempre.

Esa noche, mientras recogía los platos tras la cena de celebración en casa —a la que solo asistieron sus colegas—, Tomás se acercó y me soltó la frase que aún retumba en mi cabeza:

—Carmen, creo que ya no encajamos. Hemos cambiado mucho. Necesito otra cosa.

Me quedé helada. ¿Otra cosa? ¿Después de veinticinco años? ¿Después de todo lo que sacrifiqué? No lloré delante de él. No le di ese poder. Pero cuando se fue a dormir al despacho —su nuevo refugio— me derrumbé en la cocina.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Lucía se dio cuenta enseguida.

—Mamá, ¿qué pasa? —me preguntó una mañana mientras preparaba café.

—Nada, hija. Cosas de mayores —intenté sonreír.

Pero ella insistió hasta que no pude más y le conté la verdad entre lágrimas. Álvaro reaccionó peor: se encerró en su habitación y no quiso hablarme durante días.

Las semanas pasaron y Tomás empezó a llegar aún más tarde. Un día encontré un mensaje en su móvil: «Te echo de menos». El remitente era Marta, una abogada joven del despacho. Sentí náuseas. No era solo que ya no me quisiera; era que había encontrado a alguien más para ocupar mi lugar.

La familia empezó a desmoronarse como un castillo de naipes. Mi madre me llamaba cada día para preguntarme si había hecho algo mal.

—Carmen, hija, ¿seguro que no has descuidado el matrimonio? Los hombres son así…

—Mamá, basta —le corté—. No es culpa mía.

Pero la culpa me devoraba por dentro. ¿Y si hubiera sido más divertida? ¿Y si hubiera trabajado fuera? ¿Y si…?

Una tarde decidí ir al despacho sin avisar. Quería mirar a Tomás a los ojos y pedirle explicaciones. Cuando llegué, le vi salir con Marta; reían como dos adolescentes. Me escondí tras una columna y sentí cómo se me rompía el alma.

Esa noche le enfrenté:

—¿Es por ella?

No negó nada. Solo bajó la cabeza y murmuró:

—Lo siento.

Me sentí invisible por primera vez en mi vida. O quizá llevaba años siéndolo y no quería verlo.

El proceso de separación fue frío y burocrático. Los niños eligieron quedarse conmigo; Tomás apenas luchó por ellos. La casa se volvió demasiado grande y silenciosa; cada rincón me recordaba lo que había perdido… o lo que nunca tuve realmente.

Al principio no sabía qué hacer con mi vida. Había vivido tanto tiempo para otro que no recordaba cómo vivir para mí misma. Empecé a ir a clases de yoga con mi vecina Pilar; al principio solo lloraba en silencio durante la relajación final. Luego empecé a salir a caminar por el Campo Grande y a tomar café sola en la Plaza Mayor.

Un día Lucía me dijo:

—Mamá, te veo mejor.

Y por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a la esperanza.

Ahora miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo hay en España? ¿Cuántas han renunciado a sus sueños para sostener los de otros? ¿Y cuántas se atreven a empezar de nuevo cuando todo parece perdido?

Quizá nunca encuentre todas las respuestas, pero al menos ahora sé que merezco ser protagonista de mi propia vida.

¿De verdad es tan fácil dejar atrás veinticinco años? ¿O es solo el principio de otra historia? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?