Los gritos interminables del 3B: Ecos de un pasado que no se apaga

—¡Por favor, mamá, no! ¡No otra vez!—

Aquel grito atravesó las paredes como un cuchillo y me dejó helada en mitad del pasillo. Eran las dos de la madrugada y yo, Lucía, llevaba meses sin dormir bien. El eco de la voz infantil provenía del 3B, justo al lado de mi piso. Me quedé quieta, con las llaves temblando en la mano, mientras el silencio volvía a apoderarse del edificio. Sabía que no era la primera vez que escuchaba esos lamentos, pero esa noche algo dentro de mí se rompió.

Al día siguiente, bajé a la panadería de Carmen, donde los vecinos solían comentar todo lo que ocurría en el bloque. Allí estaba Antonio, el portero, con su café y su cara de preocupación.

—¿Habéis oído otra vez los gritos del 3B? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.

Carmen bajó la mirada. —Lucía, todos los hemos oído. Pero nadie sabe qué hacer. Esa mujer… nunca abre la puerta. Y el niño… parece que ni existe.

El 3B siempre había sido un misterio. Desde que la señora Rosario llegó con su hijo pequeño, nadie había conseguido entablar conversación con ella. Era una mujer seca, de mirada dura y palabras cortantes. El niño, Samuel, apenas se veía por el patio. Solo sabíamos que tenía unos siete años y que sus ojos estaban siempre rojos.

Esa tarde, decidí hacer algo. Subí las escaleras con el corazón en la garganta y llamé al timbre del 3B. Nadie contestó. Insistí varias veces, hasta que escuché pasos al otro lado de la puerta.

—¿Quién es? —la voz de Rosario sonaba áspera.

—Soy Lucía, tu vecina. Solo quería saber si todo está bien…

Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. Finalmente, la cerradura giró y Rosario asomó medio rostro.

—Estamos bien. No molestes más —y cerró de golpe.

Me quedé allí plantada, sintiéndome ridícula y cobarde. Bajé las escaleras con lágrimas en los ojos. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué yo misma no era capaz de ir más allá?

Las semanas pasaron y los gritos se hicieron más frecuentes. Una noche, escuché un golpe seco y luego un llanto ahogado. No pude más. Llamé a la policía.

—Buenas noches, agente. Hay un niño en peligro en el 3B de la calle Mayor 17. Por favor, vengan rápido.

La patrulla llegó en menos de diez minutos. Los vecinos nos asomamos por las mirillas y algunos bajaron al portal. Rosario abrió la puerta tras varios minutos de insistencia policial. Los agentes entraron y lo que encontraron allí nos marcó para siempre.

Samuel estaba sentado en el suelo del salón, rodeado de juguetes rotos y manchas de humedad en las paredes. Tenía moratones en los brazos y una mirada perdida que me rompió el alma. Rosario gritaba que todo era mentira, que su hijo era problemático y que nadie entendía su situación.

Los servicios sociales se llevaron a Samuel esa misma noche. Rosario fue detenida entre insultos y lágrimas. El edificio quedó sumido en un silencio sepulcral durante días.

Pero lo peor vino después: la culpa colectiva. En las reuniones de vecinos nadie quería hablar del tema, pero todos sabíamos que habíamos fallado a Samuel. Carmen dejó de abrir la panadería por las tardes; Antonio pidió el traslado a otro edificio; yo empecé a tener pesadillas con los gritos del niño.

Un día recibí una carta anónima bajo mi puerta: «Gracias por llamar a la policía. Fuiste valiente cuando nadie más lo fue». Lloré durante horas, pero no sentí alivio. ¿De qué servía ser valiente tan tarde?

Años después, aún me despierto algunas noches pensando en Samuel. Me pregunto si logró encontrar una familia que le quisiera o si arrastra aún las cicatrices de aquel infierno silencioso.

A veces me cruzo con otros vecinos en el ascensor y evitamos mirarnos a los ojos. El 3B sigue vacío; nadie quiere vivir allí.

¿Hasta qué punto somos responsables del dolor ajeno? ¿Cuántas veces miramos hacia otro lado por miedo o comodidad? Ojalá alguien me responda.