El día que Lucía tiró todas las hamburguesas: una barbacoa, una traición y el fin de una amistad
—¿Pero qué haces, Lucía? —grité, sin poder creer lo que veía.
La tapa del cubo de basura cayó con un golpe seco. El olor a carne asada se mezcló con el silencio incómodo que se apoderó de la terraza. Mis amigos, congelados con las cervezas a medio camino de la boca, miraban a Lucía como si acabara de cometer un crimen. Y, en cierto modo, así lo sentí yo.
Era la primera barbacoa del verano en mi piso de Lavapiés. Había comprado hamburguesas de ternera en el mercado de Antón Martín, chorizos ibéricos, pan recién hecho y hasta unas verduras para los que preferían algo más ligero. Lucía, mi mejor amiga desde el instituto, había anunciado hacía poco que se había hecho vegana. Lo acepté sin problemas; incluso preparé brochetas de tofu y verduras solo para ella. Pero nada me preparó para lo que sucedió esa tarde.
—No podía dejar que siguierais comiendo eso —dijo Lucía, con los ojos húmedos pero la voz firme—. ¿No os dais cuenta del sufrimiento que hay detrás?
—¿Y tú no te das cuenta de lo que acabas de hacer? —respondió Sergio, mi primo, que había venido desde Getafe solo por la barbacoa—. ¡Eso es comida! ¡Y no es barata!
Me sentí atrapada entre dos fuegos. Por un lado, entendía el dolor y la rabia de Lucía; había visto cómo su conciencia se había transformado en los últimos meses, cómo lloraba viendo documentales y cómo discutía con su familia cada vez que ponían jamón en la mesa. Pero también sentí una punzada de traición: ¿cómo podía alguien a quien quería tanto decidir por todos nosotros?
La discusión subió de tono. Marta, que siempre había sido la mediadora del grupo, intentó calmar los ánimos:
—Lucía, nadie te obliga a comer carne. Pero tampoco puedes obligarnos a nosotros a dejarla así.
Lucía se encogió de hombros, pero no retrocedió ni un paso. —No puedo ser cómplice. Si me quedo callada, soy parte del problema.
La tarde se fue torciendo. Algunos amigos se marcharon antes de tiempo; otros intentaron rescatar algo de comida del cubo, pero ya estaba todo mezclado con restos y ceniza. Yo me quedé sentada en una silla de plástico, mirando las brasas apagadas y preguntándome en qué momento todo se había roto.
Esa noche, Lucía me escribió un mensaje largo. Decía que sentía haberme puesto en una situación incómoda, pero que no podía mirar hacia otro lado. Que esperaba que algún día entendiera su postura. Yo le respondí con rabia y tristeza: «Entiendo tu postura, pero no tu falta de respeto».
Durante días no hablamos. Mi madre, al enterarse del incidente, me llamó preocupada:
—¿De verdad era necesario llegar a eso? —me preguntó—. La amistad es ceder un poco por el otro.
Pero yo no podía dejar de pensar en el gesto radical de Lucía. ¿Hasta dónde llega el respeto por las ideas del otro? ¿Dónde está el límite entre defender tus principios y pisotear los ajenos?
En el trabajo, mis compañeros se dividieron: algunos decían que Lucía era una heroína valiente; otros, que había cruzado una línea roja. Yo solo sentía un vacío extraño, como si hubiera perdido algo más que unas hamburguesas caras.
Unos días después, Lucía vino a buscar sus cosas que había dejado en mi casa. Nos miramos durante un largo rato antes de hablar.
—¿De verdad crees que esto es el fin? —me preguntó ella, con la voz temblorosa.
—No lo sé —le respondí—. Pero algo ha cambiado entre nosotras.
Se fue sin decir nada más. Cerré la puerta y me quedé apoyada contra ella, sintiendo el peso de todas las palabras no dichas.
Han pasado semanas desde entonces. A veces veo a Lucía por el barrio; nos saludamos con una sonrisa triste y seguimos caminando. No sé si algún día podremos volver a ser las mismas.
Ahora me pregunto: ¿es posible querer a alguien y no entenderle? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por nuestros principios sin perder a quienes amamos?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Hay límites en la amistad o todo se puede perdonar?