La comida que nunca pagó: una lección amarga sobre la confianza

—¿Me puedes invitar hoy, porfa? Te lo devuelvo mañana, lo juro —me dijo Sergio, con esa sonrisa suya que siempre parece sincera, mientras rebuscaba en los bolsillos del mono azul de la fábrica.

Era martes, y el comedor olía a lentejas y a fritanga. Yo ya tenía mi bandeja en la mano y el estómago rugiendo. Sergio y yo llevábamos meses trabajando juntos en la planta de componentes eléctricos de Getafe. No éramos amigos íntimos, pero compartíamos turnos, cafés y alguna que otra confidencia sobre lo mal que estaba el país y lo caro que era todo. Nunca pensé que un simple almuerzo pudiera cambiar mi manera de ver a la gente.

—Claro, no pasa nada —le respondí, sacando mi tarjeta y pagando las dos comidas. No era mucho dinero, pero tampoco me sobraba. Mi sueldo de supervisor me permitía vivir bien, pero con la hipoteca y los gastos de mi hija Lucía, cada euro contaba.

Nos sentamos juntos en una mesa pegada a la ventana. Sergio devoró su filete empanado como si llevara días sin comer. Hablamos de fútbol, del jefe nuevo y de las vacaciones que nunca llegaban. Todo parecía normal.

Al día siguiente, Sergio ni se acercó a mí en el comedor. Pensé que estaría liado o que se le habría olvidado. Pasaron dos días más y nada. El viernes, cuando salíamos del turno de tarde, me acerqué a él en el vestuario.

—Oye, Sergio, ¿te acuerdas de lo del otro día? —intenté sonar casual, pero sentía un nudo en el estómago.

Él se rió, como si no pasara nada.—¡Uy! Sí, tío, perdona. Es que esta semana ha sido un caos. El lunes te lo traigo fijo.

No insistí más. No quería parecer tacaño delante de los demás. Pero el lunes llegó y Sergio ni me miró a los ojos. Empecé a notar cómo evitaba pasar cerca de mí o cómo cambiaba de tema si alguien mencionaba el dinero.

La situación se volvió incómoda. En la fábrica los rumores vuelan más rápido que las piezas en la cinta transportadora. Pronto otros compañeros empezaron a preguntarme si era verdad que yo iba detrás de Sergio por una comida. Me sentí humillado, como si el problema fuera mío por reclamar lo que era justo.

Una tarde, mientras revisaba unos informes en la oficina acristalada, entró Carmen, la encargada de recursos humanos.

—¿Todo bien, Marcos? Te veo más serio últimamente.

No sabía si contarle lo que pasaba. Al final, solté:

—Es una tontería… Pero creo que Sergio se está aprovechando de mí. Le invité a comer y ahora parece que soy yo el malo por pedirle que me lo devuelva.

Carmen suspiró.—No eres el primero al que le pasa algo así con él. Pero tienes que poner límites, Marcos. Aquí todos somos compañeros, pero no todos son amigos.

Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Me di cuenta de que había confundido compañerismo con confianza ciega. Esa noche apenas dormí. Pensé en mi hija Lucía, en cómo le enseñaba a ser generosa pero también a defender lo suyo.

El miércoles siguiente, durante el descanso, vi a Sergio riéndose con otros en la máquina de café. Me acerqué decidido:

—Sergio, ¿puedes venir un momento?

Se hizo el sorprendido.—¿Qué pasa?

—Lo del otro día… Prefiero que me lo devuelvas ya. No es por el dinero, es por respeto.

Los demás se quedaron callados. Sergio se encogió de hombros.—Joder, Marcos, qué pesado eres… Si es por eso toma —y me tiró un par de monedas encima de la mesa.

Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. Pero también alivio. Al menos había puesto un límite claro.

Desde entonces nuestra relación cambió. Ya no compartimos cafés ni charlas sobre fútbol. Algunos compañeros me miran raro; otros me han confesado que les pasó algo parecido con Sergio o con otros colegas.

He aprendido a no confundir amabilidad con ingenuidad. En la fábrica sigo siendo cordial, pero ya no presto dinero ni favores a quien no se los ha ganado. A veces echo de menos la camaradería de antes, pero prefiero dormir tranquilo.

A veces me pregunto: ¿vale la pena ser generoso en un mundo donde muchos solo piensan en sí mismos? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse pisotear? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?