Nadie Puede Hacerte Sentir Menos: La Historia de Mariana en el Barrio de San Juan
—¿Por qué no eres como tu hermana, Mariana? Ella sí sabe lo que quiere en la vida —me gritó mi madre mientras lanzaba la puerta de la cocina con fuerza. El olor a frijoles quemados llenaba el aire, pero lo que más me asfixiaba era el peso de sus palabras. Tenía diecisiete años y, en ese momento, sentí que todo el barrio de San Juan podía escuchar cómo mi dignidad se hacía trizas.
Mi hermana Lucía era la joya de la familia: bonita, delgada, con un novio que tenía moto y trabajaba en una farmacia. Yo, en cambio, era la que sacaba las calificaciones justas para pasar, la que ayudaba a mi papá en el puesto de tamales y la que nunca tenía ropa nueva. «Eres una conformista», me repetía mi tía Rosa cada vez que venía a visitarnos desde su casa en la colonia más bonita.
Pero nadie sabía lo que yo sentía cada vez que caminaba por las calles polvorientas del barrio, esquivando las miradas de los vecinos. Don Ernesto, el carnicero, siempre tenía un comentario listo: «¿Y tú cuándo vas a hacer algo útil con tu vida?». Las palabras se me clavaban como espinas. A veces pensaba que tal vez tenían razón, que yo no servía para nada.
Una tarde, mientras ayudaba a mi papá a recoger el puesto después de un día flojo de ventas, me atreví a preguntarle:
—¿Tú crees que soy una inútil?
Mi papá me miró con esos ojos cansados pero llenos de ternura.
—Mira, hija, la gente habla porque tiene boca. Lo importante es lo que tú creas de ti misma.
Esa noche lloré en silencio. Me pregunté si algún día podría mirar a los ojos a mi madre y decirle que yo también valía. Pero el miedo era más fuerte. El miedo a decepcionar, a no ser suficiente.
Pasaron los meses y terminé la prepa con más pena que gloria. Lucía ya estaba comprometida y mi mamá no perdía oportunidad para restregarme su éxito. Un día, mientras lavaba los platos, escuché a mi madre decirle a mi tía por teléfono:
—Mariana no sirve para estudiar ni para casarse bien. No sé qué va a ser de ella.
Sentí una rabia tan profunda que rompí un vaso sin querer. La sangre me corrió por la mano, pero no dolía tanto como sus palabras. Esa noche decidí que tenía que hacer algo. No sabía qué ni cómo, pero tenía que salir de ese círculo donde todos decidían mi valor menos yo.
Empecé a buscar trabajo. Fui rechazada en una tienda de ropa porque «no tenía buena presencia». En un café me dijeron que buscaban gente «más despierta». Cada rechazo era como una piedra más sobre mi espalda. Pero algo dentro de mí empezó a cambiar: ya no lloraba por cada no; empecé a sentir una furia silenciosa que me empujaba a seguir buscando.
Un día encontré un anuncio pegado en el poste frente al mercado: «Se busca ayudante para taller de costura». Fui sin muchas esperanzas. La dueña era doña Carmen, una mujer robusta con voz fuerte y mirada dura.
—¿Sabes coser?
—Un poco —mentí.
—Aquí se aprende rápido si tienes ganas —me dijo sin sonreír.
El primer mes fue un infierno. Me pinchaba los dedos, me regañaban por torpe y hasta rompí una máquina. Pero doña Carmen nunca me humilló; solo me exigía más. Un día, después de terminar un vestido complicado, me miró y dijo:
—Ves que sí puedes cuando te lo propones.
Por primera vez sentí orgullo por algo hecho con mis manos. Empecé a ahorrar mi sueldo y compré una máquina usada para practicar en casa. Mi mamá seguía diciendo que era un trabajo «de sirvienta», pero ya no me dolía igual. Había descubierto algo nuevo: podía aprender, podía mejorar.
Un sábado por la tarde, Lucía vino llorando porque su novio la había dejado por otra. Mi mamá se desvivió en consolarla mientras yo terminaba unos arreglos para una clienta del taller.
—Claro, tú nunca vas a sufrir por amor porque nadie te pela —me soltó Lucía entre sollozos.
Por primera vez no respondí con lágrimas ni con rabia; solo seguí cosiendo. Me di cuenta de que ya no necesitaba su aprobación ni la de nadie.
Poco a poco empecé a tener mis propios clientes: vecinas que querían arreglar sus vestidos o hacer cortinas nuevas. Doña Carmen me enseñó a negociar precios y a no dejarme regatear.
—Si tú no valoras tu trabajo, nadie lo va a hacer —me repetía.
Un día llegó mi mamá al taller con una blusa rota.
—¿Me puedes ayudar? Se me rompió y no sé quién más pueda arreglarla.
La miré directo a los ojos y sentí algo parecido al perdón.
—Claro, mamá. Te la dejo como nueva.
Esa noche cenamos juntas en silencio. No hablamos del pasado ni de mis fracasos; solo compartimos tortillas calientes y miradas menos duras.
Años después abrí mi propio taller en el mismo barrio donde todos decían que no iba a lograr nada. Ahora las vecinas venían a pedirme trabajo o consejos para sus hijas. Mi papá siempre llegaba con pan dulce y me abrazaba fuerte al despedirse.
A veces pienso en todas las veces que permití que otros decidieran cuánto valía yo. Me pregunto cuántas Marianas hay allá afuera, esperando escuchar una palabra amable o encontrar su propio taller donde descubrirse fuertes.
¿Y tú? ¿Cuántas veces has dejado que otros te hagan sentir menos? ¿Cuándo vas a decidir que tu valor solo lo defines tú?