Cuando mi suegra dijo que no: una tarde de lágrimas y verdades
—¿Pero por qué no puede venir la abuela? —pregunta Lucía, con los ojos llenos de lágrimas, mientras su hermano pequeño, Diego, aprieta los labios y se esconde tras el sofá.
No sé qué responder. Me quedo mirando el móvil, el mensaje de mi suegra todavía abierto en la pantalla: “Lo siento, Carmen, hoy no puedo quedarme con los niños. Tengo otros planes. Un beso.”
Un beso. Como si eso pudiera calmar el llanto de mis hijos o mi propia frustración. Mi marido, Álvaro, entra en el salón y me mira, esperando que yo sea quien dé la noticia. Siempre soy yo la mala, la que pone límites, la que explica por qué la abuela no va a venir a jugar ni a leer cuentos ni a preparar natillas.
—Mamá, ¿la abuela ya no nos quiere? —insiste Lucía, con esa voz temblorosa que me parte el alma.
—Claro que sí, cariño —respondo, tragando saliva—. Pero hoy tiene cosas que hacer.
Diego lanza un cojín al suelo y grita:
—¡Siempre tiene cosas que hacer! ¡Nunca quiere venir!
No es cierto. Pero tampoco es mentira. Desde que mi suegro murió hace dos años, mi suegra ha cambiado. Antes venía todos los miércoles y algunos sábados. Ahora, cada vez que le pido ayuda, parece que le molesta. Siempre tiene una excusa: una comida con amigas, una excursión del centro de mayores, una clase de yoga. Yo intento entenderla, de verdad. Pero cuando veo a mis hijos decepcionados, no puedo evitar sentirme enfadada.
Álvaro se sienta a mi lado y susurra:
—No la presiones más. Bastante tiene con lo suyo.
—¿Y nosotros? ¿No cuenta lo nuestro? —le respondo en voz baja, para que los niños no escuchen.
Él suspira y se encoge de hombros. Sé que le duele tanto como a mí, pero nunca se atreve a decirle nada a su madre. Siempre soy yo la que da la cara.
Recuerdo cuando era pequeña y mi abuela vivía en casa. Ella era la que me recogía del colegio, la que me preparaba la merienda y me contaba historias de cuando era niña en un pueblo de Castilla. Ahora todo es distinto. Las abuelas ya no quieren ser abuelas a tiempo completo. Tienen vida propia, dicen. Pero ¿y nuestros hijos? ¿No merecen ese cariño?
Lucía sigue llorando. Diego se ha encerrado en su cuarto. Yo me siento en la cocina y llamo a mi madre, pero está en Galicia con mi tía enferma. No tengo a nadie más. Miro el reloj: faltan dos horas para mi turno en la farmacia. ¿Qué hago ahora?
El teléfono suena. Es mi suegra.
—Carmen, ¿estás bien? —pregunta con voz suave.
Me muerdo la lengua para no gritarle.
—Los niños están tristes —le digo—. Te esperaban.
Silencio al otro lado.
—Lo siento mucho, de verdad —responde al fin—. Pero necesito hacer cosas por mí misma. No puedo estar siempre disponible.
—¿Y yo? ¿Quién está disponible para mí? —le espeto sin poder evitarlo.
Oigo cómo suspira.
—Carmen, yo también tengo derecho a vivir mi vida. Ya cuidé mucho tiempo de todos…
Cuelgo antes de decir algo de lo que me arrepienta. Me siento fatal. Sé que tiene razón, pero no puedo evitar sentirme abandonada.
Álvaro entra en la cocina y me abraza por detrás.
—No te pelees con ella —me pide—. No sirve de nada.
Me giro y le miro a los ojos:
—¿Y si un día somos nosotros los que necesitamos ayuda y nadie está?
Él no responde.
Esa tarde dejo a los niños con la vecina del tercero, María Ángeles, una señora mayor que siempre está dispuesta a echar una mano aunque apenas nos conocemos. Los niños no quieren quedarse con ella; protestan y lloriquean cuando me voy al trabajo.
Durante toda la tarde me siento culpable: por pedir demasiado a mi suegra, por no poder estar con mis hijos, por dejarles con una desconocida… Por todo.
Al volver a casa encuentro a Lucía dormida en el sofá y a Diego jugando con un cochecito roto. María Ángeles me cuenta que han estado tristes pero luego han jugado un poco y han merendado galletas.
Cuando cierro la puerta tras ella, Lucía se despierta y me pregunta:
—¿La abuela vendrá mañana?
No sé qué decirle. Me siento derrotada.
Esa noche discuto con Álvaro:
—Tienes que hablar tú con tu madre —le exijo—. No puede ser siempre yo la mala.
Él asiente pero sé que no lo hará.
Me encierro en el baño y lloro en silencio para que nadie me oiga. Pienso en todas las madres que están solas, en todas las familias rotas por pequeñas decepciones como esta. Pienso en mi suegra y en su soledad, en su derecho a vivir su vida… pero también en mis hijos y su tristeza.
Al día siguiente, Lucía dibuja un corazón para su abuela y me pide que se lo lleve. Dudo antes de mandarle una foto por WhatsApp acompañada de un mensaje: “Te echamos de menos”.
Mi suegra responde con un emoji de corazón y una frase: “Pronto os veo”.
No sé si será verdad o solo una forma de calmar nuestra pena.
A veces me pregunto: ¿Dónde está el equilibrio entre cuidar de los demás y cuidarse uno mismo? ¿Es egoísta pedir ayuda o es egoísta negarla?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?