El día después: Lo que nunca se dice en las comidas familiares

—¿Pero cómo se te ocurre, Lucía? —La voz de mi tía Carmen retumbó en el salón, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado tras el postre. Yo apreté la servilleta entre las manos, deseando desaparecer bajo la mesa. Lucía, mi prima, bajó la mirada y jugueteó con el anillo de casada. Nadie se atrevía a mirarla directamente, salvo Antonio, su marido, que tenía la mandíbula apretada y los nudillos blancos de tanto apretar el vaso de agua.

No era la primera vez que una noticia así sacudía nuestras comidas familiares, pero esta vez era diferente. Lucía estaba embarazada de su sexto hijo. Seis. En un piso de ochenta metros en Vallecas, con Antonio encadenando contratos temporales y ella limpiando casas por horas. Yo no soy de juzgar, pero aquel día sentí que todos los ojos buscaban una explicación que nadie se atrevía a pedir.

—Ya está hecho —susurró Lucía, casi inaudible.

Mi madre intentó suavizar el ambiente: —Bueno, los niños siempre traen alegría…

Pero nadie la secundó. Mi abuela Mercedes se levantó despacio y fue a buscar café, murmurando algo sobre «los tiempos de antes» y «la falta de cabeza». El aire estaba tan denso que costaba respirar.

Esa noche no pude dormir. Me quedé dando vueltas en la cama, repasando cada gesto, cada palabra no dicha. Recordé cuando Lucía y yo éramos niñas y soñábamos con vidas distintas: ella quería ser enfermera y viajar; yo, escritora. Ahora, ella apenas salía del barrio y yo escribía sobre vidas ajenas porque la mía me parecía demasiado pequeña.

Al día siguiente, fui a verla. Su casa olía a colonia barata y a comida recalentada. Los niños correteaban descalzos por el pasillo mientras Lucía doblaba ropa en el sofá.

—¿Estás bien? —le pregunté sin rodeos.

Ella se encogió de hombros. —No lo sé. Antonio no me habla desde ayer. Dice que no puede más, que esto es una locura… Pero yo… —Se le quebró la voz—. Yo no podía… No podía hacer otra cosa.

Me senté a su lado. —¿No podías o no querías?

Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas. —No sé si puedo explicarlo. Es como si… como si cada hijo fuera una oportunidad para arreglar lo que está roto entre nosotros. Pero cada vez es más difícil. Antonio está agotado. Yo también. Pero cuando me enteré… no pude pensar en otra cosa que en ese bebé.

En ese momento entró Antonio. Nos miró a las dos y suspiró.

—¿Otra vez hablando del tema? —dijo con voz cansada.

—Antonio… —empezó Lucía—, tenemos que hablar.

Él se dejó caer en una silla y se tapó la cara con las manos.

—No puedo más, Lucía. No llegamos a fin de mes. Los niños necesitan cosas que no podemos darles. ¿Por qué? ¿Por qué otro hijo?

Lucía sollozó en silencio. Yo sentí una punzada de rabia e impotencia. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿Por qué nadie les ayudaba? ¿Dónde estaba el Estado cuando una familia como la suya se desmoronaba?

—No es tan fácil —dijo ella al fin—. No es solo cuestión de dinero o de espacio. Es… es miedo a estar sola, miedo a perder lo poco que tenemos si dejamos de intentarlo.

Antonio la miró largo rato antes de levantarse y salir dando un portazo.

Me quedé con Lucía en silencio, escuchando el ruido de los niños al fondo y el eco de sus palabras flotando en el aire.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté al cabo de un rato.

Ella se secó las lágrimas y sonrió con tristeza.

—Seguir adelante. No sé hacer otra cosa.

Salí de su casa con el corazón encogido y mil preguntas en la cabeza. ¿Cuántas familias como la suya hay en España? ¿Cuántas mujeres sienten que deben elegir entre su felicidad y la de los demás? ¿Cuántos Antonios caminan por nuestras calles con la mirada perdida y los sueños rotos?

Esa noche escribí esto porque necesitaba entenderlo, porque quizá alguien ahí fuera tenga una respuesta mejor que la mía.

¿De verdad basta el amor para sostener una familia cuando todo lo demás se tambalea? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores generación tras generación?