El pastel y otras decepciones
—¿Por qué no puedes simplemente dejarme en paz, mamá? —La voz de Camila retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que cortaba las fresas para decorar el pastel.
Me detuve, con la manga pastelera en la mano, y sentí cómo el corazón se me apretaba. Hoy debía ser diferente. Hoy, después de meses de silencios y miradas esquivas, yo iba a recuperar a mi hija. El pastel era mi ofrenda: tres pisos de bizcocho de vainilla, crema chantilly y frambuesas frescas, decorado con filigranas de chocolate que aprendí a hacer viendo videos de una repostera argentina en YouTube. Pero nada de eso parecía importar.
—Camila, solo quiero que tengas un cumpleaños bonito —dije, intentando mantener la voz firme.
Ella me miró con esos ojos oscuros que heredó de su papá, llenos de reproche y cansancio. —¿Un cumpleaños bonito? ¿Para qué? Si ni siquiera sabes quién soy.
Las palabras me golpearon más fuerte que cualquier bofetada. Recordé cuando era niña y me pedía que le hiciera trenzas antes de ir a la escuela en nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín. Ahora, a sus dieciocho años, apenas si me dejaba acercarme.
La casa olía a vainilla y azúcar, pero el ambiente era denso como la humedad antes de una tormenta. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y el tráfico rugía como siempre. Pero aquí dentro, solo existíamos ella y yo, atrapadas en una batalla silenciosa.
—¿Sabes qué? Haz lo que quieras —dijo Camila, tirando las fresas sobre la mesa—. Yo me voy con mis amigos. Ellos sí me entienden.
Vi cómo se ponía la chaqueta de mezclilla y salía dando un portazo. El eco retumbó en mi pecho. Me quedé sola, rodeada de crema batida y recuerdos. Pensé en llamar a mi hermana Lucía para pedirle consejo, pero sabía lo que diría: “Déjala, ya volverá”. Pero yo no quería dejarla ir. No otra vez.
Me senté en la mesa y miré el pastel inacabado. Las lágrimas comenzaron a caer sin que pudiera detenerlas. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Fue cuando su papá nos dejó para irse a trabajar a Chile? ¿O fue cuando tuve que trabajar doble turno en la panadería y apenas la veía despierta?
El timbre sonó y me sobresalté. Era mi mamá, doña Teresa, con su vestido floreado y su voz fuerte como siempre.
—¿Y Camila? —preguntó al ver la mesa vacía.
—Se fue —respondí, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.
Mi mamá suspiró y se sentó frente a mí.—Mija, las hijas siempre vuelven. Pero hay cosas que uno tiene que decir antes de que sea tarde.
La miré confundida.—¿A qué te refieres?
Ella bajó la voz.—Camila tiene derecho a saber por qué su papá se fue de verdad.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.—No es momento para eso, mamá.
—¿Y cuándo va a ser? ¿Cuando ya no te hable nunca más?
Me quedé callada. Sabía que tenía razón. Habíamos ocultado la verdad para protegerla: que su papá no se fue solo por trabajo, sino porque tenía otra familia en Santiago. Que yo lo supe durante años y fingí por miedo a quedarme sola.
El reloj marcaba las seis cuando escuché la llave girar en la puerta. Camila entró acompañada de su amiga Valeria, ambas riendo por algo que no entendí.
—Mamá, ¿puede quedarse Vale un rato? —preguntó sin mirarme directamente.
Asentí y ellas subieron a su cuarto. Mi mamá me apretó la mano.—Habla con ella esta noche.
Preparé chocolate caliente como cuando era niña y subí con las tazas temblando en mis manos. Toqué la puerta y escuché risas apagadas.
—¿Puedo pasar?
Valeria se despidió rápido y bajó las escaleras. Camila se quedó sentada en la cama, mirando su celular.
—¿Qué quieres ahora?
Me senté junto a ella.—Quiero pedirte perdón.
Ella levantó la vista, sorprendida.—¿Por qué?
Respiré hondo.—Por no haberte contado toda la verdad sobre tu papá. Por haberte hecho sentir sola cuando más me necesitabas.
Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.—¿Qué verdad?
Le conté todo: las llamadas sospechosas, los viajes repentinos, el día que encontré los mensajes en su celular. Cómo intenté salvar nuestro matrimonio por ti, pero al final tuve que dejarlo ir.
Camila lloró en silencio mientras hablaba. Cuando terminé, me abrazó fuerte por primera vez en años.
—¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Porque tenía miedo de perderte también —susurré.
Nos quedamos abrazadas largo rato. Afuera comenzó a llover fuerte, como si el cielo también necesitara desahogarse.
Esa noche partimos el pastel juntas. No era perfecto: las fresas estaban mal puestas y el chocolate se había derretido un poco. Pero sabía mejor que cualquier otro pastel que hubiera hecho antes.
Al final del día, mientras recogía los platos vacíos y escuchaba a Camila reír con su abuela en la sala, pensé en todo lo que había pasado.
¿Será posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿Cuántos pasteles más tendré que hornear para sanar nuestro corazón familiar?