El precio del amor tardío: Cuando mi hija me compara con sus suegros

—¿Por qué nunca puedes ayudarme como lo hacen los padres de Sergio? —me soltó Lucía, mi única hija, mientras recogía a toda prisa los juguetes de mi nieto del suelo del salón. Su voz, tan fría y cortante, me atravesó como una navaja.

Me quedé quieta, con la taza de café temblando en mis manos arrugadas. Afuera llovía, y las gotas golpeaban el cristal como si quisieran entrar a presenciar la escena. Lucía no me miraba; sus ojos estaban fijos en el móvil, seguramente esperando un mensaje de Sergio o de su suegra, esa mujer que parece tener siempre la solución perfecta para todo.

—Lucía, hija, sabes que la pensión apenas me da para llegar a fin de mes… —intenté decirle, pero ella me interrumpió con un bufido.

—Siempre la misma excusa, mamá. Los padres de Sergio nos han pagado el coche, la guardería de Daniel, hasta las vacaciones en la playa. ¿Y tú? Nada. Ni siquiera puedes quedarte con el niño cuando te lo pido porque te cansas enseguida.

Sentí cómo se me encogía el pecho. ¿Nada? ¿De verdad pensaba eso? ¿Nada después de tantos años luchando sola tras la muerte de su padre? ¿Nada después de noches en vela cuidándola cuando tenía fiebre, de renunciar a mi trabajo para poder estar con ella, de vender las joyas de mi madre para pagarle la matrícula de la universidad?

Pero Lucía no veía nada de eso. Solo veía lo que no podía darle ahora. Y yo… yo solo veía cómo se alejaba cada vez más.

Recuerdo perfectamente el día que nació. Tenía 45 años y los médicos me decían que era un milagro. Mi marido, Antonio, lloró como un niño cuando la tuvo en brazos. Fue nuestro sol tardío, la niña por la que rezamos durante años. Pero Antonio se fue demasiado pronto; un infarto fulminante cuando Lucía tenía apenas 10 años. Desde entonces, todo fue cuesta arriba.

Trabajé limpiando casas, cosiendo para las vecinas, haciendo lo que podía para que a Lucía no le faltara nada. Nunca tuvimos lujos, pero tampoco hambre. Y ahora, con 68 años y una pensión ridícula, me reprocha no poder competir con los suegros empresarios.

—Mamá, entiéndelo… No es solo el dinero —dijo Lucía más suave, viendo que no respondía—. Es que siento que nunca puedes ayudarme como ellos. Siempre estás cansada o enferma…

—¿Y tú entiendes lo que es estar sola a mi edad? —le respondí sin poder evitar que se me quebrara la voz—. ¿Sabes lo que es mirar tu cuenta y ver que no puedes ni invitar a tu nieto a un helado?

Lucía bajó la mirada. Por un momento pensé que iba a acercarse a abrazarme, pero solo suspiró y recogió su bolso.

—Me voy, mamá. Tengo prisa.

La puerta se cerró tras ella y el silencio fue aún más cruel que sus palabras.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar las fotos antiguas: Lucía en su primer día de colegio, Lucía disfrazada de princesa en Carnaval, Lucía abrazando a su padre en la playa de Sanlúcar… ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?

Al día siguiente llamé a mi amiga Carmen. Ella también es viuda y tiene dos hijos mayores.

—No te lo tomes así, Rosario —me dijo—. Los jóvenes hoy en día no entienden lo que cuesta llegar a viejo sola. Solo ven lo material.

—Pero Carmen… ¿Y si tiene razón? ¿Y si he sido una madre mediocre?

—¡No digas tonterías! Has hecho más por ella que nadie. Pero ahora le toca a ella entenderlo.

Colgué sintiéndome un poco menos sola, pero igual de vacía.

Pasaron los días y Lucía apenas me llamaba. Solo mensajes cortos: “Daniel tiene fiebre”, “¿Tienes la receta del potaje?”, “No puedo ir este domingo”. Cada vez que veía su nombre en la pantalla sentía una mezcla de esperanza y miedo.

Un sábado por la tarde apareció sin avisar. Llevaba los ojos hinchados y Daniel dormido en brazos.

—Mamá… —dijo apenas entrando—. He discutido con Sergio. Dice que soy una desagradecida contigo.

La abracé sin decir nada. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y por primera vez en mucho tiempo volvió a ser mi niña pequeña.

—Lo siento —susurró—. Sé que has hecho mucho por mí… Es solo que a veces me siento tan agobiada…

Le acaricié el pelo como cuando era niña.

—Lo sé, hija. Pero yo ya no puedo darte más que esto: mi tiempo, mis recuerdos… y todo el amor del mundo.

Nos sentamos juntas en el sofá mientras Daniel dormía entre nosotras. Afuera seguía lloviendo, pero dentro hacía calor.

Ahora, mientras escribo esto en mi cuaderno viejo, me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto ver el esfuerzo de quienes nos quieren? ¿Cuándo aprenderemos a valorar lo invisible?

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que no sois suficientes para vuestros hijos? ¿O soy yo la única madre que se pregunta si el amor basta cuando el dinero falta?