La herida invisible: Rivalidad entre hermanas y el precio de la comparación

—¡No puedes dejar que Jackson saque mejores notas que tú, Miguel! —La voz de Karen retumbó en el pasillo, tan afilada como el frío de enero en Madrid. Me quedé petrificada en la puerta, las llaves aún temblando en mi mano. Miguel, con sus once años y los ojos grandes de mi abuelo, bajó la cabeza sin responder.

Me llamo Carmen y soy madre de dos hijas: Karen y Sara. Siempre pensé que la rivalidad entre hermanos era algo natural, pero lo nuestro… lo nuestro es una herida invisible que nunca termina de cicatrizar. Desde pequeñas, Karen y Sara parecían vivir en mundos opuestos. Karen era la niña que lloraba por no entender los deberes, la que se quedaba sola en los recreos. Sara, en cambio, era la que traía diplomas a casa y tenía amigas hasta debajo de las piedras. Yo intentaba no comparar, pero a veces el cansancio me vencía: “Mira cómo lo hace tu hermana”, “¿Por qué no puedes ser más como Sara?”. Ahora sé que esas palabras eran cuchillos.

El tiempo pasó y cada una formó su familia. Sara se casó con Luis, un ingeniero tranquilo, y tuvieron a Jackson, un niño risueño y deportista. Karen, tras varios trabajos precarios y una relación complicada con el padre de Miguel, acabó volviendo a casa durante un tiempo. Miguel creció viendo a su madre luchar contra todo: contra las facturas, contra la soledad, contra sí misma.

La rivalidad nunca desapareció. Se transformó. Ahora eran los hijos el campo de batalla. Todo empezó con pequeñas comparaciones: “Jackson ya lee novelas”, “Miguel aún confunde las tablas de multiplicar”. Pero pronto se convirtió en algo más oscuro. Karen empezó a exigirle a Miguel lo imposible. Un día le escuché decirle: “No voy a dejar que Sara vuelva a humillarme en Navidad”.

Las cenas familiares se volvieron un campo minado. Sara llegaba con Jackson, siempre sonriente, contando sus logros en natación o sus notas sobresalientes. Karen se tensaba; Miguel se encogía en su silla. Yo intentaba mediar, cambiar de tema, pero era inútil. El aire estaba cargado de resentimiento.

Una tarde de primavera, mientras preparaba una tortilla para todos, escuché una discusión en el salón.

—¡No es justo! —gritó Miguel—. ¡Nunca voy a ser como Jackson!

—¡Pues tendrás que esforzarte más! —respondió Karen, con la voz rota—. No quiero que piensen que eres un inútil como tu padre.

Entré corriendo y vi a Miguel llorando desconsolado. Me acerqué a él y le abracé fuerte.

—No tienes que demostrarle nada a nadie, cariño —le susurré—. Eres suficiente tal y como eres.

Karen me miró con rabia y dolor.

—¿Ves? Siempre igual. Siempre defendiendo al débil —me dijo—. Así me criaste a mí: siempre detrás de Sara.

Me quedé sin palabras. ¿Era cierto? ¿Había alimentado yo esa rivalidad sin quererlo?

Esa noche no dormí. Recordé tantas veces en las que, por cansancio o por miedo al fracaso de Karen, la presioné más de la cuenta. Recordé cómo celebraba los éxitos de Sara sin darme cuenta del esfuerzo titánico de Karen por simplemente levantarse cada día.

Al día siguiente llamé a Sara para pedirle que viniera sola. Cuando llegó, le conté lo que había pasado.

—Mamá —me dijo—, yo siempre sentí que tenía que ser perfecta para compensar por Karen… Nunca me atreví a fallar porque pensaba que te decepcionaría.

Nos abrazamos y lloramos juntas. Por primera vez entendí que ambas habían sufrido por mi manera de quererlas.

Decidí reunirlas a las dos en casa. Cuando llegaron, el ambiente era tenso. Les pedí que se sentaran.

—He cometido muchos errores como madre —les dije—. Os comparé cuando solo quería ayudaros a crecer. Pero os hice daño. Y ahora veo cómo ese dolor sigue vivo en vuestros hijos.

Karen rompió a llorar.

—Siempre sentí que no era suficiente para ti… Ni para nadie —dijo entre sollozos—. Por eso quiero que Miguel sea mejor que Jackson… para demostrarte algo…

Sara le tomó la mano.

—No tienes que demostrar nada, Karen. Yo también tengo miedo… Miedo de fallar y perder ese cariño del que siempre dudé.

Nos abrazamos las tres, por primera vez en años sin máscaras ni reproches.

A partir de ese día intenté cambiar las cosas: hablé con Miguel y con Jackson por separado; les dije cuánto les quería y lo orgullosa que estaba de ellos por quienes eran, no por lo que conseguían. Animé a mis hijas a buscar ayuda profesional para sanar sus heridas.

No fue fácil ni rápido. Las comparaciones aún aparecen a veces, como fantasmas del pasado. Pero ahora hay más comprensión y menos exigencia.

A veces me pregunto si es posible romper del todo el ciclo de la comparación en las familias españolas, donde tanto pesa el qué dirán y el éxito ajeno parece siempre más brillante… ¿Vosotros también habéis sentido ese peso? ¿Cómo podemos aprender a querer sin comparar?