«Paga la boda de tu hermana, tú tienes dinero» – Un drama familiar español
—Clara, tienes que hacerlo por tu hermana. Tú eres la que tiene dinero en esta familia.
La voz de mi madre retumbó en mi oído como una sentencia. Estaba sentada en la sala de reuniones de la empresa, rodeada de compañeros que discutían cifras y estrategias, cuando el móvil vibró con insistencia. No suelo contestar llamadas personales en horario laboral, pero el nombre de mi madre en la pantalla me hizo dudar. Algo en mi interior supo que no era una llamada cualquiera.
—Mamá, estoy en el trabajo —susurré, intentando que nadie notara el temblor en mi voz.
—Pues sal un momento, esto es importante —insistió ella, sin importarle mi tono ni mi situación.
Salí al pasillo, cerrando la puerta tras de mí. El aire acondicionado zumbaba y sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi madre no tardó en soltarlo:
—Tu hermana se casa en septiembre. Ya sabes cómo están las cosas con tu padre desde que se jubiló. No podemos permitirnos una boda como Dios manda. Pero tú sí puedes ayudarla. Es tu deber como hermana mayor.
Me quedé muda. Sentí cómo la presión se acumulaba en mi pecho, como si alguien me apretara el corazón con una mano invisible. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que sacrificarme? ¿Por qué mis logros profesionales se convertían en una obligación para los demás?
—Mamá, yo también tengo mis cosas, mis planes…
—¿Tus planes? Clara, tu hermana es familia. ¿Qué es más importante para ti? ¿El dinero o tu sangre?
La frase me golpeó como un bofetón. Recordé todas las veces que había renunciado a algo por ellas: cuando dejé de ir a estudiar a Barcelona porque mi padre enfermó, cuando trabajé los veranos para ayudar con los gastos del colegio de Lucía, mi hermana pequeña. Ahora, después de años de esfuerzo, tenía un buen puesto en una consultora en Madrid, pero seguía sintiendo esa cuerda invisible que me ataba a casa.
Colgué sin responder. Volví a la sala de reuniones con la cabeza hecha un lío. Apenas escuché lo que decían mis compañeros; sólo veía el rostro de Lucía, ilusionada con su boda, y el de mi madre, severo y exigente.
Esa noche, cenando sola en mi piso de Lavapiés, recibí un mensaje de Lucía:
—Clari, ¿puedes llamarme? Mamá me ha dicho que estáis hablando de la boda…
La llamé. Su voz sonaba nerviosa y dulce, como cuando era niña y venía a mi habitación después de una pesadilla.
—No quiero que te sientas obligada —me dijo—. Pero… es que mamá insiste tanto… Y sabes cómo es papá ahora, con lo del paro y la pensión…
—Lucía, ¿de verdad quieres esta boda? ¿O es mamá la que quiere invitar a medio pueblo?
Se hizo un silencio incómodo.
—No lo sé —susurró—. Yo sólo quiero casarme con Diego y que estéis todos juntos… Pero mamá dice que si no hay banquete en el restaurante del tío Antonio, la gente va a hablar…
Ahí estaba el verdadero problema: el qué dirán. En nuestro pueblo manchego, las apariencias lo eran todo. Mi madre siempre había vivido pendiente de lo que pensaban los demás: las vecinas, las amigas del club de lectura, incluso las primas lejanas que sólo veía en funerales.
Esa noche no dormí. Me debatía entre el deber y el deseo de vivir mi vida sin cargas ajenas. Pensé en todo lo que había conseguido sola: mi independencia, mis viajes, mis pequeños lujos. ¿Por qué tenía que renunciar a mis ahorros para financiar una boda que ni siquiera era el sueño de mi hermana?
Al día siguiente, fui a ver a mis padres al pueblo. El viaje en tren fue largo y silencioso. Al llegar, encontré a mi madre preparando café en la cocina y a mi padre leyendo el periódico sin levantar la vista.
—Clara —dijo mi madre sin mirarme—, ¿has pensado lo que te pedí?
Me senté frente a ella y respiré hondo.
—Mamá, no voy a pagar una boda para impresionar a nadie. Si Lucía quiere casarse, puedo ayudarla con algo sencillo, pero no voy a hipotecar mi futuro por las apariencias del pueblo.
Mi madre apretó los labios y supe que estaba conteniendo las lágrimas o la rabia; nunca supe distinguirlo bien.
—Siempre has sido egoísta —murmuró—. Siempre pensando en ti.
Sentí un nudo en la garganta. Mi padre levantó la vista del periódico por primera vez.
—Déjala ya, Carmen —dijo con voz cansada—. Clara ha hecho bastante por esta familia.
Mi madre salió de la cocina dando un portazo. Me quedé sola con mi padre.
—No te sientas culpable —me dijo él—. A veces las madres quieren lo mejor para todos y se olvidan de preguntar qué quiere cada uno.
Volví a Madrid con el corazón hecho trizas. Durante semanas apenas hablé con mi madre; Lucía me escribía mensajes cortos y llenos de disculpas. Finalmente, decidieron hacer una boda pequeña en casa del abuelo. Yo ayudé con los preparativos y pagué parte del catering, pero no más.
El día de la boda fue sencillo y bonito. Lucía estaba radiante; Diego no paraba de sonreír. Mi madre apenas me dirigió la palabra durante toda la celebración.
A veces me pregunto si hice bien o mal. ¿Hasta dónde llega nuestro deber hacia la familia? ¿Cuándo empieza el derecho a vivir nuestra propia vida? Me gustaría saber qué haríais vosotros en mi lugar.