La última promesa de mi madre: Entre lágrimas y silencios en un piso de Vallecas

—Álvaro, acércate, hijo —me susurró mi madre, con la voz quebrada y los ojos hundidos en la penumbra de la habitación. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el silencio del piso solo era interrumpido por el zumbido lejano de un coche patrulla bajando por la Avenida de la Albufera. Me acerqué, temblando, porque sabía que ese momento llegaría, pero nunca pensé que dolería tanto.

—¿Qué pasa, mamá? —le respondí, tragando saliva, intentando no llorar delante de ella.

—Prométeme que cuidarás de tu hermana. Prométemelo, Álvaro. No dejes que tu padre la aparte de ti. No le dejes ganar —me pidió, apretando mi mano con una fuerza que no sabía que le quedaba.

Mi hermana Lucía dormía en la habitación de al lado, ajena a la tormenta que se avecinaba. Mi padre, Antonio, llevaba meses durmiendo en el sofá, refugiándose en el Marca y en el whisky barato del supermercado chino de la esquina. Desde que mamá enfermó, la casa se había llenado de silencios incómodos y discusiones a media voz.

—Te lo prometo, mamá —le dije, sintiendo cómo una parte de mí se rompía para siempre.

Esa fue la última vez que me habló. Murió al amanecer, cuando los primeros rayos de sol se colaban por las persianas rotas del salón. El funeral fue un desfile de vecinos y familiares que apenas conocía. Mi tía Carmen lloraba a gritos mientras mi abuela repetía entre sollozos: “No era su hora, no era su hora”.

Pero lo peor vino después. La casa se volvió un campo de batalla. Mi padre empezó a llegar cada vez más tarde, a veces ni siquiera venía. Lucía y yo nos refugiábamos en nuestras habitaciones, comunicándonos solo por mensajes de WhatsApp aunque estuviéramos a dos metros. Una noche escuché a mi padre hablando por teléfono:

—No pienso quedarme con los dos críos. Lucía se va con su tía Carmen y Álvaro ya es mayorcito para buscarse la vida.

Sentí rabia. Rabia por él, por su cobardía. Rabia por mí, por no atreverme a enfrentarlo. Pero sobre todo rabia por no poder cumplir la promesa que le hice a mi madre.

Un día, mientras recogía las cosas de mamá, encontré una carta escondida entre sus libros de poesía. Era para mí:

“Álvaro, sé que te pido mucho. Pero sé también que eres más fuerte de lo que crees. No permitas que el rencor te consuma. Cuida de tu hermana y no olvides quién eres.”

Lloré como nunca antes. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Y entonces decidí que no iba a dejar que mi padre nos separara.

Esa misma noche enfrenté a Antonio en el salón:

—No vas a llevarte a Lucía. Mamá quería que estuviéramos juntos y eso es lo que voy a hacer.

Me miró con desprecio:

—¿Y tú qué vas a hacer? ¿Trabajar en el Mercadona para mantenerla? No tienes ni idea de la vida.

—Prefiero eso antes que dejarla contigo o con Carmen —le respondí, sintiendo cómo me temblaban las piernas pero sin apartar la mirada.

La discusión terminó con un portazo y el sonido de una botella estrellándose contra la pared. Pero algo cambió esa noche. Empecé a buscar trabajo mientras terminaba segundo de bachillerato. Lucía me ayudaba en casa y juntos aprendimos a sobrevivir sin mamá.

Los meses pasaron y la relación con mi padre se volvió insostenible. Un día simplemente se fue. Nos dejó una nota en la nevera: “No puedo más”. Nunca volvió.

La asistenta social vino varias veces. Tuvimos miedo de que nos separaran, pero logré convencerla de que podía cuidar de Lucía hasta cumplir los dieciocho. Fue duro. Muy duro. Hubo días en los que no teníamos ni para cenar caliente y otros en los que Lucía lloraba preguntando por mamá.

Pero también hubo momentos buenos: las tardes viendo películas antiguas en el portátil heredado de mamá; las risas tontas cocinando tortilla de patatas; los paseos por el parque Azorín cuando necesitábamos respirar.

Un día, al volver del instituto, encontré a Lucía sentada en el sofá con una carta en la mano.

—Es del papá —me dijo con voz temblorosa.

La leímos juntos. Decía que estaba arrepentido, que necesitaba tiempo para entenderse a sí mismo y que esperaba algún día poder pedirnos perdón cara a cara.

No sé si algún día podré perdonarlo del todo. Pero sí sé que cumplí mi promesa. Lucía terminó el bachillerato conmigo a su lado y ahora estudia enfermería en la Complutense.

A veces me pregunto si mamá estaría orgullosa de nosotros. Si habría hecho las cosas diferentes si hubiera sabido lo difícil que sería todo después.

¿Hasta dónde puede llegar una promesa? ¿Cuánto pesa el amor cuando todo lo demás se derrumba? ¿Vosotros habéis tenido que elegir entre lo correcto y lo fácil alguna vez?