Cuando el mundo real pesa más que el virtual: Mi vida junto a un marido ausente
—¿Otra vez con la consola, Álvaro? —mi voz tembló, pero no de rabia, sino de cansancio. Eran las once de la noche y la luz azulada del televisor iluminaba su rostro absorto. Ni siquiera giró la cabeza. Solo murmuró algo ininteligible mientras sus dedos bailaban sobre el mando.
Me apoyé en el marco de la puerta del salón, con la mochila de mi hija Irene colgando aún del hombro. Había vuelto del turno de tarde en el hospital, agotada, y todavía me quedaban los deberes de Mateo por revisar y la cena por recoger. Sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. Antes, Álvaro era mi compañero, mi apoyo. Ahora era como un mueble más, uno que hacía ruido y consumía luz.
Todo empezó hace un año, cuando le despidieron de la empresa de transportes. Recuerdo la llamada: “Lucía, me han echado. No sé qué vamos a hacer”. Lloramos juntos esa noche, abrazados en la cama. Yo le prometí que saldríamos adelante. Él me prometió que buscaría trabajo enseguida. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Al principio, Álvaro enviaba currículums y acudía a entrevistas. Pero pronto empezó a pasar más tiempo en casa, primero viendo series, luego jugando a la consola que le regaló su hermano por Reyes.
—Papá, ¿me ayudas con mates? —Mateo se asomó tímidamente al salón.
—Ahora no, campeón, estoy en una partida importante —respondió Álvaro sin apartar la vista de la pantalla.
Vi cómo los hombros de mi hijo se encogían antes de volver a su cuarto. Sentí que algo dentro de mí se rompía un poco más.
Las facturas empezaron a acumularse en la mesa del recibidor. El paro se acabó y mi sueldo como enfermera apenas alcanzaba para todo. Renunciamos a las vacaciones en la playa, a las clases de inglés de Irene y hasta al cine los domingos. Pero lo peor no era eso. Lo peor era el silencio que se instaló entre nosotros, un silencio denso, lleno de reproches no dichos y miradas esquivas.
Una noche, después de acostar a los niños, me senté frente a él en el sofá.
—Álvaro, tenemos que hablar —dije con voz firme.
—¿Ahora? Estoy a punto de pasar de nivel…
—¡Siempre estás a punto de pasar de nivel! —grité, sorprendida por mi propio estallido—. ¿Y nosotros? ¿Cuándo vas a pasar al siguiente nivel con tu familia?
Se hizo un silencio incómodo. Por primera vez en meses, Álvaro dejó el mando sobre la mesa y me miró a los ojos.
—No sé cómo salir de esto, Lucía —susurró—. Me siento inútil. Cada vez que busco trabajo y no me llaman… Es como si no valiera para nada.
Me quedé callada. No sabía si abrazarle o gritarle más fuerte. En ese momento entendí que no solo estaba luchando contra su pasividad, sino también contra su miedo y su vergüenza.
Las semanas siguientes fueron una montaña rusa emocional. Intenté animarle a buscar ayuda profesional, pero él lo rechazaba una y otra vez.
—No estoy loco —decía—. Solo necesito tiempo.
Pero el tiempo pasaba y yo cada vez me sentía más sola. Mis amigas me decían que le dejara, que pensara en mí y en los niños. Mi madre insistía en que los hombres son así, que hay que tener paciencia. Pero yo ya no sabía qué pensar.
Un día, al recoger a Irene del colegio, la profesora me llamó aparte.
—Lucía, ¿todo va bien en casa? Irene está muy callada últimamente y ha bajado mucho sus notas.
Sentí una vergüenza inmensa. ¿Hasta qué punto estaba afectando todo esto a mis hijos? Esa noche, después de cenar, me senté con ellos en la cama.
—¿Estáis bien? —les pregunté.
Mateo bajó la mirada y murmuró:
—Echo de menos cuando papá jugaba conmigo al fútbol…
Irene asintió en silencio.
Me fui a dormir con el corazón encogido. Miré a Álvaro, dormido en el sofá con el mando aún entre las manos. Me pregunté si algún día volveríamos a ser una familia de verdad.
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir entre turnos dobles y silencios incómodos. Un día, al volver del hospital tras una guardia agotadora, encontré a Álvaro sentado a la mesa del comedor con un folio delante.
—He pedido cita con un orientador laboral —me dijo sin mirarme—. Y he hablado con el psicólogo del centro de salud…
No supe qué decir. Solo sentí ganas de llorar, pero esta vez no era por tristeza sino por alivio. Quizás aún había esperanza para nosotros.
Ahora escribo esto mientras escucho reír a mis hijos en el pasillo y Álvaro prepara la cena. No sé si todo volverá a ser como antes, pero al menos hemos dejado de escondernos tras pantallas y silencios.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias estarán viviendo lo mismo tras cada puerta cerrada? ¿Cuánto daño puede hacer el miedo al fracaso cuando nadie se atreve a hablarlo? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que el peso del mundo real os aplasta mientras otros se refugian en mundos virtuales?