Bajo el Mismo Techo: La Sombra de mi Madre
—¿Por qué has cambiado la cerradura, Daniel? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, tan afilada como siempre. No he tenido tiempo ni de quitarme la chaqueta tras llegar del trabajo. La encuentro plantada frente a la puerta de mi piso, con las llaves antiguas en la mano y una bolsa de croquetas caseras colgando del brazo.
—Mamá, no puedes seguir entrando cuando te da la gana —respondo, intentando mantener la calma mientras siento cómo me arde la cara.
Ella me mira como si acabara de traicionar a la familia. —¿Y si te pasa algo? ¿Y si te caes en la ducha? ¿Quién va a cuidar de ti?
Respiro hondo. No es la primera vez que tenemos esta conversación, pero hoy estoy decidido a no ceder. Desde pequeño, Carmen ha decidido por mí: qué ropa ponerme, qué amigos tener, incluso qué carrera estudiar. Cuando le dije que quería ser ilustrador, casi le da un infarto. «Eso no es un trabajo de verdad», sentenció. Así que estudié Derecho, como ella quería. Pero nunca ejercí.
Ahora trabajo en una pequeña editorial del centro de Madrid. No es el sueño de mi madre, pero al menos es mío. Sin embargo, ni mudarme a Lavapiés ni pagar un alquiler absurdo han servido para poner distancia entre nosotros.
—Mamá, necesito que respetes mi espacio —le digo, bajando la voz para que los vecinos no escuchen el drama familiar.
Ella suspira y deja la bolsa en la mesa del recibidor. —No entiendes lo que es ser madre. Todo lo que hago es por tu bien.
Me siento en el sofá, agotado. Recuerdo las tardes de mi infancia en Alcorcón, cuando Carmen revisaba mis deberes con lupa y llamaba a los padres de mis amigos para asegurarse de que no había «malas influencias». Mi padre, Antonio, siempre se mantenía al margen. «Déjala, es su manera de quererte», decía. Pero yo solo sentía asfixia.
—¿Por mi bien? —repito—. ¿O por el tuyo? Porque a veces siento que no quieres que crezca nunca.
Carmen se queda callada unos segundos. Sus ojos se llenan de lágrimas, pero no sé si son de rabia o de tristeza.
—¿Eso piensas? —susurra—. Que soy una egoísta.
Me levanto y me acerco a ella. —No eres egoísta, mamá. Pero tienes que dejarme vivir mi vida. Ya no soy un niño.
Ella se sienta y mira alrededor del piso como si buscara algo que criticar: el desorden del escritorio, los platos sin fregar… Sé lo que está pensando antes de que lo diga.
—Mira cómo tienes esto… Si me dejaras ayudarte más…
—No quiero ayuda —la corto—. Quiero libertad.
El silencio se instala entre nosotros como una losa. Pienso en mi hermana Lucía, que se fue a Barcelona hace años y apenas llama a casa. Siempre dijo que mamá era «demasiado». Yo me quedé porque sentía que debía protegerla de sí misma, pero ahora veo que solo he prolongado el problema.
—¿Sabes lo difícil que fue para mí criaros sola cuando tu padre se marchó? —dice Carmen de repente—. Todo lo que tengo sois tú y tu hermana.
—Lo sé, mamá. Pero eso no te da derecho a decidir por mí toda la vida.
Ella se seca las lágrimas y se levanta con dignidad herida. —Quizá tengas razón. Quizá sea hora de dejarte ir.
No sé si sentir alivio o culpa. La veo salir del piso sin mirar atrás, dejando las croquetas olvidadas sobre la mesa.
Esa noche apenas duermo. Me debato entre el remordimiento y la sensación de haber dado un paso necesario. ¿Cuántos hijos en España viven bajo el peso invisible de sus padres? ¿Cuántos se atreven a romper ese vínculo sin sentirse monstruos?
Al día siguiente encuentro un mensaje suyo: «Perdona si te he agobiado. Te quiero mucho». No sé si esto será el principio de una nueva relación o solo una tregua temporal.
A veces me pregunto: ¿es posible querer sin poseer? ¿Hasta dónde llega el deber de un hijo hacia su madre? ¿Y cuándo empieza el deber hacia uno mismo?