Entre las paredes del silencio: la herencia de Patricia

—¡No, Lucía! ¡No pienso dejar que te instales en ese piso! —La voz de Patricia retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Yo sostenía la maleta con ambas manos, los nudillos blancos, y mi marido, Álvaro, me miraba con esa mezcla de vergüenza y resignación que ya conocía demasiado bien.

Era una tarde lluviosa de enero en Madrid. El ascensor olía a lejía y soledad. Habíamos pasado semanas buscando un alquiler decente, pero los precios se disparaban más rápido que nuestras esperanzas. El piso vacío de Patricia, justo encima del suyo, era la solución lógica. O eso pensaba yo.

—Pero mamá, solo sería hasta que encontremos algo —intentó mediar Álvaro, su voz temblorosa.

Patricia se cruzó de brazos. Su pelo perfectamente teñido no se movió ni un milímetro. —No quiero líos familiares. Ya sabéis cómo acaban estas cosas. Si os dejo entrar, luego nunca os vais. Y ese piso es mi inversión para la jubilación.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Qué era yo para ella? ¿Una amenaza? ¿Una intrusa? Me mordí la lengua para no gritarle que no quería su caridad, solo un poco de comprensión.

Esa noche dormimos en el sofá-cama del salón de mi cuñada, Marta. El colchón era tan fino que sentía los muelles clavándose en la espalda. Álvaro me abrazó en silencio, pero yo no podía dejar de pensar en la conversación con Patricia. ¿Por qué nos negaba algo tan sencillo? ¿Por qué prefería tener el piso vacío antes que ayudarnos?

Los días siguientes fueron un desfile de llamadas a inmobiliarias, visitas a pisos diminutos y discusiones cada vez más tensas entre Álvaro y yo. El dinero no nos llegaba para nada decente. Marta empezó a dejar caer indirectas sobre lo incómodo que era tenernos allí. Yo me sentía una carga, una extraña en mi propia familia.

Una tarde, mientras fregaba los platos en casa de Marta, escuché a Patricia hablando con su hermana por teléfono en el pasillo:

—No pienso ceder. Si les dejo entrar ahora, luego no hay quien los saque. Ya sabes cómo es Lucía, tan lista…

Me temblaron las manos y rompí un vaso sin querer. El ruido atrajo a Patricia, que me miró con desdén.

—¿Todo bien? —preguntó con esa voz dulce que solo usaba cuando había testigos.

—Sí —mentí—. Solo un accidente.

Esa noche le conté a Álvaro lo que había escuchado. Él suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Mi madre siempre ha sido así. Cuando mi padre se fue, se volvió aún más desconfiada. Cree que todo el mundo quiere aprovecharse de ella.

—¿Y tú? ¿También lo crees?

Me miró a los ojos y negó con la cabeza, pero su silencio decía más que mil palabras.

Pasaron las semanas y la tensión creció como una mancha de humedad en las paredes. Marta empezó a salir más tarde del trabajo y a pasar los fines de semana fuera. Yo me refugiaba en paseos interminables por el Retiro, buscando aire entre los plátanos desnudos y los bancos vacíos.

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en la cocina, Patricia apareció sin avisar. Traía una bolsa con pasteles y esa sonrisa forzada que me ponía los pelos de punta.

—He estado pensando —dijo mientras servía café—. Quizá podríais quedaros en el piso… pero solo si firmáis un contrato de alquiler como cualquier inquilino. Nada de favores familiares.

Álvaro asintió enseguida, aliviado. Yo sentí una punzada de orgullo herido.

—¿Y cuánto sería el alquiler? —pregunté.

Patricia me miró fijamente antes de responder:

—Mil doscientos euros al mes.

El silencio fue absoluto. Era más caro que cualquier piso similar en el barrio.

—¿Nos estás tomando el pelo? —solté sin poder evitarlo.

Patricia se encogió de hombros.—Es lo que piden por aquí. Si no os interesa, hay gente esperando.

Me levanté de la mesa y salí al balcón para respirar. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. No era cuestión de dinero; era cuestión de orgullo, de poder, de quién manda en esta familia.

Esa noche discutimos como nunca antes. Álvaro defendía a su madre; yo sentía que él me traicionaba al no ponerse de mi lado. Marta intentó mediar, pero acabó llorando también.

Al final decidimos buscar algo lejos del barrio, aunque eso significara alejarnos del trabajo y de la familia. Encontramos un estudio pequeño en Vallecas, oscuro pero nuestro. La primera noche allí dormimos abrazados en el suelo porque aún no teníamos cama.

Pasaron los meses y apenas veíamos a Patricia. Solo nos llamaba para preguntar si ya habíamos encontrado algo mejor o para recordarnos que su piso seguía vacío «por si acaso».

Un día recibí una carta certificada: Patricia había puesto el piso en alquiler… pero a una pareja desconocida, por menos dinero del que nos pedía a nosotros.

Sentí una mezcla de rabia y alivio. Al menos ya no tenía que fingir que algún día formaríamos parte de su mundo perfecto.

Ahora miro las paredes desconchadas de nuestro estudio y pienso en todo lo que hemos perdido… y ganado. ¿Es posible construir un hogar cuando tu propia familia te cierra las puertas? ¿O acaso el verdadero hogar es aquel donde te dejan ser tú misma?