La nevera vacía y el corazón lleno de dudas
—¿Otra vez has dejado la nevera vacía, Luis? —grité desde la cocina, mientras sostenía la puerta abierta y solo veía un triste cartón de leche y un par de yogures caducados.
Luis no contestó. Escuché el leve murmullo de su ordenador desde su habitación, ese zumbido constante que se había convertido en la banda sonora de nuestra casa desde que empezó a teletrabajar hace ya tres años. Mi marido, Antonio, me miró desde el salón con esa mezcla de resignación y tristeza que últimamente le llenaba los ojos.
—Carmen, déjalo. No sirve de nada discutir —susurró, pero yo no podía dejarlo pasar. No esta vez.
Entré en la habitación de Luis sin llamar. Él estaba sentado frente a la pantalla, auriculares puestos, engullendo unas patatas fritas. Ni siquiera levantó la vista.
—Luis, tenemos que hablar —dije, intentando que mi voz no temblara.
Se quitó los cascos con desgana.
—¿Ahora qué pasa?
—¿No ves cómo estamos? La compra cada vez cuesta más, y tú… tú ni siquiera sales a buscar trabajo fuera o a hacer tu vida. Tienes 32 años, hijo. ¿No crees que ya es hora de pensar en independizarte?
Luis suspiró, como si yo fuera una molestia más en su jornada laboral.
—Mamá, ya te lo he dicho mil veces. Trabajo desde casa, gano lo justo y con lo caro que está todo… ¿Dónde quieres que me vaya? Además, aquí estoy bien.
Antonio apareció en la puerta, intentando mediar.
—Luis, no es solo por el dinero. Es por ti. No sales, no tienes amigos nuevos… ¿No te gustaría tener tu propio espacio? Quizá conocer a alguien…
Luis se encogió de hombros.
—¿Y para qué? Si salgo a la calle solo veo gente corriendo de un lado a otro, todos estresados. Aquí tengo todo lo que necesito.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé cuando era pequeño y soñaba con verlo feliz, con una familia propia. Ahora solo veía a un hombre atrapado en una rutina gris, refugiado tras una pantalla y una bolsa de snacks.
Esa noche, Antonio y yo hablamos hasta tarde en la cocina.
—No podemos seguir así —dije entre lágrimas—. Me siento culpable por querer que se vaya, pero también me duele verlo tan apagado.
Antonio me abrazó.
—Quizá deberíamos buscar ayuda. Hablar con alguien… Un psicólogo familiar o algo así.
Al día siguiente, intenté acercarme a Luis de otra manera. Preparé su desayuno favorito: tortilla de patatas y café recién hecho. Me senté a su lado en la mesa.
—Luis, ¿te has planteado alguna vez por qué te cuesta tanto salir? ¿Te sientes bien?
Él bajó la mirada. Por primera vez en mucho tiempo, vi un destello de vulnerabilidad en sus ojos.
—No lo sé, mamá. Supongo que… me da miedo. Todo ha cambiado tanto desde la pandemia… Antes salía más, tenía amigos. Ahora siento que no encajo en ningún sitio. Y sí, sé que he engordado mucho… pero tampoco tengo ganas de hacer nada al respecto.
Me dolió escucharlo. Quise abrazarlo, pero él se levantó bruscamente y volvió a encerrarse en su cuarto.
Esa tarde llamé a mi hermana Pilar. Siempre había sido mi confidente.
—Carmen, esto le está pasando a muchos jóvenes ahora —me dijo—. La vida está muy difícil para ellos. Pero también tienes que pensar en ti y en Antonio. No podéis cargar con todo para siempre.
Sus palabras me hicieron reflexionar. ¿Hasta qué punto estábamos ayudando a Luis… o simplemente alimentando su estancamiento?
Pasaron las semanas y la tensión creció. Un día, al volver del supermercado cargada de bolsas, encontré a Luis discutiendo por videollamada con su jefe. Cerró el portátil de golpe y se desplomó sobre el sofá.
—Me han bajado el sueldo otra vez —dijo sin mirarme—. Dicen que hay recortes.
Antonio entró justo entonces y le soltó:
—Luis, esto no puede seguir así. Tienes que buscar otra cosa o plantearte cambiar de vida. No puedes quedarte aquí esperando que todo mejore solo.
Luis explotó:
—¡¿Y qué queréis que haga?! ¡No soy como vosotros! ¡No quiero una vida como la vuestra! ¡No quiero hipotecarme ni pasarme el día trabajando para nada!
El silencio fue brutal. Sentí que algo se rompía entre nosotros.
Esa noche no cenamos juntos. Cada uno se encerró en su mundo. Yo lloré en silencio pensando en todo lo que habíamos hecho mal… o quizá demasiado bien.
Unos días después, recibí una llamada inesperada: era Marta, una antigua amiga de Luis del instituto.
—Hola Carmen, ¿cómo está Luis? Hace tiempo que no sé nada de él…
Le conté por encima la situación y ella me propuso quedar para tomar un café los tres juntos. Dudé mucho antes de decírselo a Luis, pero finalmente aceptó ir a regañadientes.
En la cafetería vi cómo Marta intentaba animarle, recordándole viejos tiempos y proponiéndole apuntarse juntos a un curso de cocina para adultos en el centro cultural del barrio.
Por primera vez en meses vi a Luis sonreír tímidamente.
Al volver a casa me miró y dijo:
—Quizá debería intentarlo… No prometo nada, pero… gracias por no rendirte conmigo.
No sé si este será el principio del cambio o solo un espejismo pasajero. Pero esa pequeña chispa me devolvió algo de esperanza.
Ahora cada vez que abro la nevera vacía pienso: ¿Qué es peor? ¿Verla así… o sentir que nuestro hogar se está quedando sin sueños?
¿Hasta dónde llega el amor de unos padres? ¿Cuándo debemos soltar la mano de nuestros hijos para dejarles volar solos?