A los 68, sola en Madrid: Mi súplica ignorada por mis hijos

—¿Otra vez llamando, mamá?— La voz de Lucía, mi hija mayor, sonó cansada al otro lado del teléfono. Era la tercera vez esa semana que intentaba hablar con ella. No era por insistencia, sino por necesidad. La soledad pesa más cuando el reloj marca las seis de la tarde y la casa está tan silenciosa que hasta el tic-tac del reloj parece un reproche.

Me llamo Carmen y tengo 68 años. Vivo sola en un piso pequeño en el barrio de Chamberí, en Madrid. Antes, cuando mi marido Antonio vivía, la casa rebosaba de risas y discusiones, de vida. Ahora solo quedan los ecos de aquellos días y las fotos enmarcadas que me miran desde las estanterías.

—Mamá, ya te lo hemos dicho. No es buen momento —insistió Lucía, con ese tono que mezcla culpa y prisa.

—Pero hija, solo pido un rincón. No quiero molestaros…

—No es eso, mamá. Es que… bueno, los niños tienen sus rutinas, y el piso es pequeño…

La llamada terminó con un “ya hablaremos”, pero yo sé que no hablaremos. Mi hijo menor, Álvaro, vive en Barcelona desde hace años. Apenas llama. Cuando lo hace, siempre está apurado: “Mamá, ahora no puedo hablar mucho, tengo una reunión”.

La ciudad es un monstruo indiferente. Salgo a la calle y veo miles de rostros desconocidos. Nadie me mira. Nadie me pregunta cómo estoy. En el supermercado, la cajera me sonríe por costumbre; en la farmacia me llaman “señora Carmen” porque ya soy clienta habitual. Pero nadie sabe que por las noches lloro en silencio.

A veces pienso en mis amigas del barrio. Muchas ya no están; otras viven con sus hijos o se han ido a residencias. Yo no quiero una residencia. No quiero que me aparquen como a un mueble viejo. Quiero sentirme útil, sentirme parte de algo.

Recuerdo cuando Lucía era pequeña y se caía en el parque. Yo corría a levantarla, le curaba la herida y le decía que todo iría bien. Ahora soy yo la que necesita que alguien me levante, pero parece que ya no hay nadie dispuesto a hacerlo.

Una tarde de domingo, decidí ir a casa de Lucía sin avisar. Llevé una tarta de manzana, su favorita. Cuando llegué, los niños jugaban en el salón y Lucía discutía con su marido sobre quién debía sacar la basura.

—Mamá, ¿por qué no avisaste? —me preguntó Lucía, incómoda.

—Quería sorprenderos…

—Es que hoy no es buen día —dijo su marido desde la cocina—. Tenemos mucho lío.

Me senté en una esquina del sofá mientras los niños apenas me miraban. Me sentí invisible en mi propia familia. Al rato, Lucía me acompañó a la puerta.

—Mamá, entiéndelo… No podemos hacernos cargo ahora mismo.

—¿Hacerse cargo? Solo quiero estar cerca…

—No lo entiendes —repitió ella, bajando la voz—. No es tan fácil como crees.

Volví a casa con la tarta intacta y el corazón roto. Esa noche no pude dormir. Me pregunté si había hecho algo mal como madre para merecer este abandono.

Los días pasan lentos. Veo la televisión solo para escuchar voces humanas. A veces hablo con las vecinas del portal, pero todas tienen sus propios problemas. Una tarde escuché a una de ellas decir: “Hoy en día los hijos ya no quieren saber nada de los padres”. Me dolió porque era verdad.

Intenté apuntarme a actividades del centro de mayores del barrio: clases de pintura, yoga para la tercera edad… Pero nada llenaba el vacío de no tener a mi familia cerca.

Un día recibí una carta de Álvaro. Pensé que sería una invitación para visitarle en Barcelona. Pero era solo una postal con una foto de la Sagrada Familia y un “Cuídate mucho, mamá”.

Me senté junto a la ventana y miré el cielo gris de Madrid. Recordé las navidades en familia, los veranos en Benidorm, las risas alrededor de la mesa… ¿En qué momento nos convertimos en extraños?

A veces pienso en llamarles y decirles que estoy enferma, solo para ver si vienen corriendo. Pero no quiero manipularlos ni darles lástima. Quiero que quieran estar conmigo porque me quieren, no por obligación.

Una noche soñé con Antonio. Me decía: “Carmen, tienes que ser fuerte”. Pero yo ya no sé cómo ser fuerte cuando cada día pesa más que el anterior.

Hace poco vi una noticia en la televisión sobre ancianos que mueren solos en sus casas y nadie se da cuenta hasta días después. Sentí un escalofrío. ¿Será ese mi destino?

Hoy he vuelto a llamar a Lucía. Le he dicho que solo quería oír su voz. Ella ha respondido rápido: “Estoy bien, mamá. Tengo prisa”. Y colgó.

Me pregunto si algún día mis hijos entenderán lo que es sentirse invisible para aquellos por los que diste todo.

¿De verdad hemos llegado a un punto en el que la familia ya no significa cuidarnos los unos a los otros? ¿O es solo que yo espero demasiado? ¿Qué haríais vosotros si fuerais mis hijos?