La casa de los gritos: Mi vida entre escombros y esperanza
—¡No pienso dormir aquí ni una noche más! —grité, con la voz rota y las manos cubiertas de polvo, mientras veía cómo una gotera se abría paso por el techo del salón recién pintado.
Sergio me miró desde el pasillo, con esa mezcla de cansancio y resignación que últimamente era su única expresión. Alba, nuestra hija de seis años, lloraba en la habitación contigua porque no encontraba su peluche favorito entre las cajas y los sacos de escombros. Era la tercera vez esa semana que discutíamos a gritos. Y era martes.
Cuando compramos aquella casa antigua en Vallecas, yo soñaba con desayunos al sol en el patio, paredes blancas y risas de niños corriendo por el pasillo. Pero la realidad era otra: humedades, fontaneros que nunca llegaban, facturas que se multiplicaban y una hija que parecía haber absorbido toda la tensión del ambiente. Alba no era la niña tranquila y obediente que yo había imaginado. Era un torbellino de energía, preguntas y rabietas. Y yo… yo me sentía cada día más pequeña.
—Mamá, ¿por qué no podemos volver al piso de la abuela? Allí sí había luz —me preguntó Alba una noche, abrazada a mí mientras intentaba dormirla en un colchón en el suelo.
No supe qué responderle. Porque yo también lo pensaba. Porque yo también quería volver atrás, a cuando todo parecía más fácil, más limpio, más seguro. Pero ya no había marcha atrás. Habíamos apostado todo por aquel sueño.
Las semanas pasaban y la casa seguía siendo un campo de batalla. Sergio y yo apenas nos hablábamos más allá de lo imprescindible: «¿Has llamado al electricista?», «¿Dónde está la cinta americana?», «¿Quién recoge hoy a Alba del colegio?». Las noches eran silenciosas, cada uno mirando su móvil en una esquina del sofá desvencijado.
Un sábado por la mañana, mientras intentaba limpiar una mancha de pintura del suelo, escuché un estruendo en el patio. Salí corriendo y vi a Alba subida a una montaña de sacos de cemento, gritando como si fuera la reina del mundo.
—¡Mira mamá! ¡Soy una pirata! —gritó, agitando una escoba como si fuera una espada.
Por un momento sentí ganas de reñirla. Pero algo en su risa me detuvo. Me di cuenta de que, a pesar del caos, ella encontraba motivos para jugar, para inventar historias entre los escombros. Me senté en el suelo y la observé. ¿Cuándo había dejado yo de jugar? ¿Cuándo había dejado de reírme?
Esa noche hablé con Sergio. Por primera vez en meses, no discutimos sobre facturas ni sobre quién tenía la culpa de haber comprado aquella casa. Hablamos de Alba, de cómo estaba cambiando, de cómo nosotros mismos nos estábamos perdiendo entre tanto polvo y tanto miedo.
—¿Y si dejamos de pelear contra la casa y empezamos a vivir en ella? —me preguntó Sergio, mirándome a los ojos por primera vez en mucho tiempo.
No fue fácil. Seguían llegando problemas: una tubería rota, una ventana que no cerraba bien, vecinos que se quejaban del ruido. Pero algo cambió dentro de nosotros. Empezamos a invitar a amigos a cenar aunque no tuviéramos mesa; organizamos tardes de manualidades con Alba usando trozos de madera y pintura sobrante; colgamos dibujos en las paredes desconchadas.
Un día, Alba llegó del colegio con una nota: «Alba ha estado muy inquieta hoy en clase». La profesora me citó para hablar sobre su comportamiento. Fui nerviosa, temiendo escuchar lo peor.
—Lucía, su hija es muy inteligente pero necesita canalizar toda esa energía —me dijo la profesora—. ¿Habéis pensado en apuntarla a teatro o a algún deporte?
Me sentí culpable. Había estado tan centrada en mis propios problemas que no había visto lo que Alba necesitaba: espacio para expresarse, para ser ella misma.
La apuntamos a teatro municipal del barrio. La primera vez que la vi sobre el escenario, disfrazada de árbol y recitando su frase con voz temblorosa pero decidida, lloré como una niña. Sergio me apretó la mano y supe que estábamos haciendo algo bien.
La casa seguía siendo imperfecta: las paredes nunca quedaron tan lisas como yo quería; el patio tenía más malas hierbas que flores; el salón olía a humedad los días de lluvia. Pero era nuestro hogar. Y cada rincón contaba una historia: la mancha de pintura donde Alba pintó un sol; la grieta en la pared que tapamos con un cuadro hecho por ella; las risas compartidas en noches sin calefacción pero con mantas y cuentos.
Un domingo por la tarde, mientras merendábamos churros comprados en la churrería de la esquina y Alba nos contaba su última aventura teatral, sentí algo parecido a la felicidad. No era perfecta ni ordenada ni silenciosa. Pero era real.
A veces me pregunto si habría sido más feliz en otro lugar, con otra vida menos caótica y menos llena de imprevistos. Pero entonces miro a mi hija correr por el pasillo lleno de dibujos y pienso: ¿No será esto precisamente lo que necesitábamos? ¿No será que la felicidad está hecha de imperfecciones y segundas oportunidades?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que vuestra vida se derrumba para poder construir algo mejor sobre sus ruinas?