A los 62, mi madre se casó con un empresario rico y nos olvidó: la herida invisible de una hija

—¿Por qué no me contestas, mamá? —mi voz temblaba mientras el móvil sonaba por quinta vez esa tarde. El tono de llamada era el mismo de siempre, pero la respuesta era el silencio.

Nunca pensé que llegaría a esto. Mi madre, Lucía, siempre fue una mujer difícil de entender. De pequeña, la veía como una especie de hada: elegante, siempre perfumada, con vestidos que parecían sacados de revistas extranjeras. Pero también era distante, como si viviera en una realidad paralela donde las facturas y los problemas cotidianos no existían. Mi padre, Antonio, la adoraba, aunque a veces le reprochaba su falta de sentido práctico. «Lucía, ¿de verdad hacía falta comprar ese jarrón?», le decía, mientras ella reía y le daba un beso en la mejilla.

Cuando papá murió, pensé que por fin nos uniríamos más. Pero ocurrió lo contrario. Mamá se volvió aún más etérea, gastando lo poco que quedaba en viajes y cenas caras. Yo me ocupé de todo: la hipoteca del piso de Chamberí, los papeles del seguro, incluso de sus citas médicas. Ella parecía agradecida, pero nunca lo decía en voz alta.

Hace dos años conoció a Ernesto en una galería de arte en el barrio de Salamanca. Un empresario viudo, veinte años mayor que ella, con una sonrisa impecable y un reloj que valía más que mi coche. Al principio pensé que era una aventura pasajera, otra de sus fantasías. Pero pronto empezó a hablar de mudarse a su chalet en La Moraleja, de fiestas con políticos y cenas benéficas. Yo intenté advertirle:

—Mamá, ¿estás segura? Apenas le conoces.

—Ay, Marta —me respondió con ese tono suyo entre divertido y desdeñoso—, tú siempre tan práctica. ¿No te das cuenta de que la vida es para vivirla?

No supe qué contestar. Me sentí pequeña, como cuando tenía ocho años y ella salía a cenar con amigas mientras yo me quedaba con la vecina.

La boda fue íntima; ni siquiera me invitó. Me enteré por una foto en Instagram: ella con un vestido azul celeste, sonriendo junto a Ernesto bajo una pérgola llena de buganvillas. Lloré toda la noche. Mis hijos, Paula y Diego, preguntaban por su abuela cada semana. «¿Cuándo viene la yaya a vernos?», insistía Paula mientras yo inventaba excusas.

Intenté llamarla muchas veces. Al principio respondía con mensajes cortos: «Estoy muy ocupada», «Ya te llamo yo». Luego, nada. Ni un WhatsApp en Navidad. Ni una llamada por el cumpleaños de Diego. El vacío se instaló en mi pecho como una piedra fría.

Mi marido, Luis, intentaba animarme:

—Dale tiempo, Marta. Quizá necesita adaptarse a su nueva vida.

Pero yo sabía que no era eso. Mamá había encontrado lo que siempre buscó: una vida sin preocupaciones materiales, rodeada de lujos y gente importante. Y nosotros ya no encajábamos en ese mundo.

Un día decidí ir a buscarla. Cogí el coche y conduje hasta La Moraleja. El portero me miró con desconfianza cuando le dije mi nombre.

—La señora Lucía no recibe visitas sin cita previa —me dijo sin mirarme a los ojos.

—Soy su hija —insistí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

—Lo siento —repitió él—. Tengo órdenes estrictas.

Me marché humillada, con las manos temblando sobre el volante. Lloré todo el camino de vuelta.

Durante meses viví entre la rabia y la tristeza. Me preguntaba qué había hecho mal. ¿No fui suficiente? ¿No merecíamos al menos una explicación? Mis hijos dejaron de preguntar por ella; aprendieron demasiado pronto que algunas ausencias son definitivas.

Un día recibí una carta manuscrita. Reconocí su letra al instante:

«Querida Marta,
Sé que estarás enfadada conmigo y lo entiendo. No sé cómo explicarte lo que siento. Toda mi vida he buscado algo que no sabía nombrar: ligereza, belleza, libertad… Ernesto me lo ha dado todo eso y más. No quiero que pienses que os olvido; simplemente necesito vivir esta etapa sin ataduras ni responsabilidades. Cuida mucho de tus hijos y sé feliz.
Con cariño,
Mamá»

Leí la carta mil veces buscando alguna grieta por donde colarme, alguna señal de arrepentimiento o amor verdadero. Pero solo encontré distancia.

A veces sueño con ella: aparece en mi cocina mientras preparo la cena para mis hijos y me sonríe como si nada hubiera pasado. Otras veces la odio por su egoísmo, por no saber ser madre cuando más la necesitaba.

En las reuniones familiares todos evitan hablar del tema. Mi tía Carmen dice que Lucía siempre fue «especial»; mi primo Álvaro opina que el dinero cambia a las personas. Yo solo sé que duele.

Hoy he decidido escribir esta historia porque sé que no soy la única hija abandonada por una madre ausente o egoísta. En España hablamos mucho del abandono paterno, pero poco del materno; como si las madres fueran inmunes al error o al olvido.

¿Es posible perdonar a quien te deja atrás por perseguir su propia felicidad? ¿O el amor materno debería ser incondicional hasta el final? No tengo respuestas claras, solo cicatrices invisibles y una pregunta que me quema por dentro:

¿Puede una madre dejar de ser madre alguna vez?