Los Ecos de la Envidia: Una Historia de Ira y Ambición en la Ciudad de México
—¿De verdad cree que su manera anticuada de hacer las cosas todavía funciona, Mariana?—. La voz de Emiliano retumbó en la sala de juntas, cortando el aire como un machete. Sentí cómo la sangre me subía al rostro, pero me obligué a mantener la compostura. Todos los ojos estaban sobre mí: los jóvenes analistas, los gerentes intermedios, incluso el director general, don Ernesto, que apenas disimulaba su incomodidad.
No era la primera vez que alguien cuestionaba mi autoridad, pero sí la primera vez que sentía que podía perder el control. Emiliano había llegado hacía apenas dos meses, recomendado por un primo político del director. Desde el primer día se mostró insolente, seguro de sí mismo, con esa arrogancia que sólo tienen los que nunca han tenido miedo a perderlo todo.
—Emiliano, aquí valoramos el trabajo en equipo y el respeto—le respondí con voz firme—. Si tienes una propuesta diferente, adelante. Pero aquí no venimos a pisotear a nadie.
Él sonrió con desdén. —Claro, licenciada. Sólo quería asegurarme de que todos estemos en la misma página.
La reunión terminó en un silencio incómodo. Al salir, sentí una mano en mi hombro. Era Lucía, mi amiga y colega desde hace años.
—No le hagas caso, Mari. Ese chamaco no sabe lo que dice.
Pero sí sabía. Sabía exactamente dónde golpear. Esa noche llegué a casa exhausta. Mi esposo, Gabriel, me esperaba con café y pan dulce.
—¿Otra vez ese muchacho?—me preguntó mientras me abrazaba.
—No sé qué hacer con él. Me provoca frente a todos. Y lo peor es que algunos empiezan a seguirle el juego.
Gabriel suspiró. —No puedes dejar que te saque de tus casillas. Tú eres la jefa por algo.
Pero las palabras de Gabriel no lograron calmarme. Me sentía vulnerable, como si todo lo que había construido durante veinte años pudiera desmoronarse por culpa de un mocoso con influencias.
Los días siguientes fueron una batalla constante. Emiliano llegaba tarde a las juntas, interrumpía mis presentaciones con preguntas capciosas y hasta se atrevió a insinuar que yo frenaba el crecimiento del equipo por miedo a perder mi puesto.
Una tarde, mientras revisaba unos reportes en mi oficina, escuché risas en la sala común. Me asomé y vi a Emiliano rodeado de varios compañeros jóvenes.
—¿Ya vieron cómo Mariana se pone roja cuando la contradicen? Seguro en su época ni computadoras había—decía él, provocando carcajadas.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que era una reliquia?
Esa noche no pude dormir. Recordé mis inicios en la empresa: las horas extra sin paga, los sacrificios familiares, las veces que soporté comentarios machistas sólo para demostrar que podía ser tan buena como cualquier hombre. ¿Y ahora todo eso valía nada?
Al día siguiente decidí enfrentar a Emiliano directamente. Lo cité en mi oficina.
—Mira, Emiliano—le dije sin rodeos—. Sé que tienes talento y muchas ideas nuevas. Pero aquí no vamos a tolerar faltas de respeto ni juegos sucios.
Él me miró desafiante.—¿O sea que no puedo cuestionar lo que usted dice? ¿Eso es liderazgo?
—Cuestionar está bien. Humillar y dividir al equipo, no.
Por un momento vi algo en sus ojos: miedo o tal vez inseguridad. Pero enseguida volvió a su actitud arrogante.
—Bueno, licenciada. Ya veremos quién tiene razón.
A partir de ese día la tensión aumentó. Los rumores sobre mi supuesta incapacidad para adaptarme a los cambios crecieron. Algunos colegas dejaron de saludarme; otros me miraban con lástima.
Una tarde recibí una llamada urgente: don Ernesto quería verme en su oficina.
—Mariana—me dijo con voz grave—, estoy recibiendo muchas quejas sobre el ambiente en tu equipo. Dicen que hay favoritismos y falta de apertura a nuevas ideas.
Sentí un nudo en la garganta.—¿Y quién dice eso?
—No puedo darte nombres. Pero necesito que resuelvas esto ya. Si no, tendré que tomar medidas.
Salí de ahí temblando. Por primera vez pensé en renunciar. ¿Valía la pena seguir luchando contra un sistema tan injusto?
Esa noche lloré frente a Gabriel como no lo hacía desde hacía años.
—No puedo más—le dije entre sollozos—. Me están haciendo pedazos.
Él me abrazó fuerte.—Tú eres más fuerte que todo eso, Mari. No te rindas ahora.
Al día siguiente llegué temprano y reuní al equipo completo.
—Quiero hablarles con el corazón en la mano—les dije—. Sé que muchos piensan que no escucho nuevas ideas o que tengo miedo al cambio. Pero si algo he aprendido es que el respeto es lo único que nos permite crecer juntos. Si alguno tiene una propuesta o una crítica constructiva, aquí estoy para escucharla. Pero no voy a tolerar más chismes ni faltas de respeto entre nosotros.
Por primera vez vi dudas en los ojos de Emiliano. Algunos compañeros asintieron tímidamente; otros bajaron la mirada avergonzados.
Las semanas siguientes fueron difíciles pero poco a poco el ambiente mejoró. Emiliano dejó de provocar abiertamente y algunos jóvenes empezaron a acercarse para pedirme consejos o compartir sus ideas.
Un día Lucía me confesó:
—Mari, nunca pensé que aguantarías tanto. Nos diste una lección a todos.
Y aunque no todo volvió a ser como antes, aprendí algo invaluable: la envidia y la ira pueden destruirnos si les damos poder, pero también pueden enseñarnos hasta dónde somos capaces de llegar para defender lo que amamos.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el veneno de la envidia nos nuble el juicio? ¿Y cuántas veces podríamos cambiarlo todo si tuviéramos el valor de hablar desde el corazón?