Cinco años de silencio: el dinero que separó a mi familia

—¿Vas a dejarlo pasar así, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras removía el café con fuerza—. Ese dinero era para tu hija, para vosotros. ¿Ahora resulta que sois los tontos de la familia?

Me quedé mirando la taza entre mis manos. El vapor me empañaba las gafas y sentía el corazón encogido. Cinco años. Cinco años desde que Tomás y yo prestamos a sus padres 18.000 euros, casi todos nuestros ahorros y la paga extra de mi baja por maternidad. Lo hicimos sin pensarlo mucho, porque los padres de Tomás nos llamaron una noche de enero, desesperados: la caldera de su casa en Asturias se había roto y el seguro no cubría los daños. «Es solo un préstamo, en cuanto vendamos el terreno de la abuela os lo devolvemos», prometió mi suegra, Carmen, con lágrimas en los ojos.

Pero el terreno nunca se vendió. O eso dijeron. Y el dinero nunca volvió.

Durante años, Tomás y yo evitamos hablar del tema. Él siempre decía: «Son mis padres, Lucía. Si no pueden, no pueden. Ya nos lo devolverán cuando puedan». Yo callaba porque le amaba y porque no quería ser la nuera que mete cizaña. Pero ahora, con la inflación disparada, la hipoteca subiendo y nuestra hija mayor pidiendo ir a un campamento que no podemos pagar, siento que ese dinero es un fantasma que pesa sobre nosotros.

Mi madre nunca lo olvidó. Cada vez que viene a casa, lo suelta como quien deja caer una piedra en un estanque tranquilo:

—No es cuestión de dinero, hija. Es cuestión de respeto.

El otro día, después de una comida familiar en casa de mis suegros —donde Carmen sirvió marisco y vino caro—, sentí cómo hervía la rabia dentro de mí. ¿No decían que estaban justos? ¿No era para eso el préstamo? Tomás me vio tensa y me llevó al balcón.

—¿Otra vez con lo del dinero? —me susurró—. Por favor, Lucía, no arruinemos la tarde.

—¿Y si nunca te lo devuelven? —le pregunté—. ¿Y si solo nos han utilizado?

Él bajó la mirada. —Son mis padres…

Esa noche discutimos. Por primera vez en años, grité:

—¡No es justo! ¡Ese dinero era para nuestra familia! ¡Para nuestros hijos! ¿Por qué siempre tenemos que ser los comprensivos?

Tomás se fue a dormir al sofá.

Al día siguiente, mi madre vino a ayudarme con las niñas. Me encontró llorando en la cocina.

—Hija, tienes que hablarlo claro con Tomás. O lo reclamáis o te vas a amargar toda la vida.

Pero ¿cómo se reclama una deuda a los padres de tu marido sin romper algo irremediablemente?

Esa semana no dormí bien. Soñaba con Carmen devolviéndome el dinero en billetes arrugados, con Tomás mirándome como si fuera una extraña. Soñaba con mi madre diciendo «te lo advertí».

El viernes por la tarde, mientras las niñas hacían los deberes, Tomás se sentó a mi lado en el sofá.

—He estado pensando —dijo—. Si quieres que les recordemos lo del dinero, lo hacemos juntos. Pero yo preferiría dejarlo estar. Son mis padres y…

Le interrumpí:

—¿Y si fueran mis padres? ¿Y si fueran tus ahorros?

Se quedó callado un momento.

—No sé… Quizá tienes razón. Pero si les recordamos la deuda, se van a sentir humillados. Y yo… no quiero perderles.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué tenía que elegir entre mi marido y mi madre? ¿Entre el amor y el orgullo?

Esa noche llamé a mi amiga Marta, que siempre dice las cosas como son.

—Lucía —me dijo—, aquí nadie tiene razón del todo. Pero si ese dinero te está envenenando por dentro, tienes que soltarlo de alguna manera. O lo reclamas o lo perdonas de verdad. Pero no puedes vivir así.

Al día siguiente fuimos a comer a casa de mis suegros otra vez. Carmen estaba especialmente cariñosa con las niñas y mi suegro, Antonio, me preguntó por el trabajo como si nada pasara.

En un momento dado, Tomás me miró y asintió levemente. Era ahora o nunca.

—Carmen —dije suavemente—, quería preguntaros si habéis pensado algo sobre aquel préstamo…

El silencio cayó como una losa sobre la mesa. Carmen dejó caer el tenedor y Antonio se aclaró la garganta.

—Hija… Sabemos que os debemos ese dinero —dijo él—. Pero ahora mismo no podemos…

Carmen empezó a llorar.

—Nos da mucha vergüenza… No hemos sabido cómo decíroslo…

Tomás me cogió la mano bajo la mesa.

—Mamá, papá —dijo él—. No queremos que esto os haga sentir mal. Si no podéis devolverlo ahora…

Yo apreté los labios.

—Solo queremos saber si algún día podréis hacerlo —dije—. Porque para nosotros fue un esfuerzo muy grande.

Carmen asintió entre lágrimas.

—Os prometo que en cuanto podamos…

Salimos de allí con el corazón encogido pero también aliviados. Al menos ya no era un secreto.

Esa noche Tomás me abrazó fuerte.

—Gracias por atreverte a decirlo —susurró—. Ahora ya no hay fantasmas entre nosotros.

Pero yo sigo pensando: ¿Cuánto vale la paz familiar? ¿Hasta dónde llega el sacrificio por amor? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?