Las renuncias invisibles: La fila de los que dan todo
—¿Es aquí la fila para darlo todo? —pregunto, con la voz temblorosa, mientras el sudor me corre por la frente y el bullicio de la ciudad retumba en mis oídos.
—Sí, justo aquí. Sígueme. Yo soy el número 452, tú eres el 453 —responde una mujer de cabello canoso y mirada cansada, pero amable. Me sonríe con una ternura que me desarma.
Miro mi papelito arrugado: 453. Me pregunto cuántos más estarán detrás de mí, cuántos antes. ¿Cuántos habrán llegado aquí por la misma razón? ¿Cuántos habrán dado tanto que ya no saben quiénes son?
Mi nombre es Mariana Jiménez. Nací en un barrio humilde de Iztapalapa, donde las paredes son delgadas y los secretos se escuchan a través de las ventanas abiertas. Desde pequeña aprendí que el amor se demuestra con sacrificios: mi mamá se levantaba antes del amanecer para preparar el desayuno y salir a limpiar casas ajenas; mi papá, cuando estaba sobrio, trabajaba en la construcción y traía a casa lo poco que ganaba. Cuando no estaba sobrio… bueno, mejor ni hablar.
A los doce años ya sabía preparar arroz y cuidar a mis hermanos menores, Sofía y Emiliano. Mi mamá siempre decía: “Tú eres la mayor, tienes que dar el ejemplo”. Y yo lo hice. Dejé de ir a las fiestas, rechacé invitaciones a cumpleaños y hasta me negué a un viaje escolar porque no había dinero para todos. “Mejor que vaya Sofía, ella nunca sale”, le dije a mi mamá una vez. Y así empezó todo: una renuncia tras otra.
A los diecisiete, cuando terminé la prepa con honores, me ofrecieron una beca para estudiar en la UNAM. Pero justo ese año mi papá se fue de la casa y mi mamá cayó en depresión. No había dinero ni para el camión. “No te preocupes, mamá, yo trabajo”, le dije. Conseguí empleo en una panadería y guardé mis sueños en una caja de zapatos debajo de la cama.
—¿Por qué estás aquí? —me pregunta la mujer delante de mí en la fila.
—Por mi familia —respondo sin pensarlo. Ella asiente, como si entendiera perfectamente.
Los años pasaron y yo seguí postergando mi vida. Sofía se casó joven y se fue a vivir a Monterrey; Emiliano consiguió trabajo en un call center y apenas viene a casa. Mi mamá envejeció rápido y su salud se fue deteriorando. Yo seguía ahí, cuidando, resolviendo problemas, pagando cuentas, olvidándome de mí.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a mi mamá hablar por teléfono con una tía:
—Mariana siempre ha sido tan buena hija… pero pobrecita, se quedó sola porque nunca pensó en ella.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso era lo que pensaban de mí? ¿Una pobrecita? ¿Una sombra?
Un día conocí a Javier en la panadería. Era cliente frecuente y siempre me regalaba una sonrisa. Empezamos a salir y por primera vez sentí que alguien me veía de verdad. Pero cuando le conté que no podía mudarme con él porque tenía que cuidar a mi mamá, supe que nuestra historia tenía fecha de caducidad.
—Mariana, tienes derecho a ser feliz —me dijo Javier una noche lluviosa.
—No puedo dejarla sola —le respondí.
—¿Y tú? ¿Cuándo te vas a cuidar tú?
No supe qué decirle. Javier se fue y yo seguí ahí, como siempre.
La fila avanza lento. Escucho fragmentos de conversaciones: una señora que renunció a su carrera para criar a sus hijos; un joven que dejó sus sueños por cuidar a su abuela enferma; un hombre que nunca salió del clóset por miedo a decepcionar a su familia. Todos con historias parecidas, todos con el corazón hecho trizas.
De pronto siento una mano en mi hombro. Es la mujer canosa.
—¿Sabes? Yo también fui como tú. Siempre pensando en los demás. Pero un día me di cuenta de que nadie iba a venir a rescatarme si yo no lo hacía primero.
La miro sorprendida. Sus ojos brillan con lágrimas contenidas.
—¿Y qué hiciste? —pregunto.
—Me atreví a decir “no”. Al principio fue difícil, todos se enojaron conmigo. Pero después entendieron… o al menos aprendieron a arreglárselas sin mí.
La fila avanza un poco más. El sol ya casi se esconde detrás de los edificios altos del centro. Siento el peso de los años sobre mis hombros: las veces que dije “sí” cuando quería decir “no”, las noches sin dormir cuidando enfermos, las fiestas perdidas, los amores no vividos.
De pronto escucho mi nombre:
—¡Mariana Jiménez! Número 453.
Me acerco al mostrador improvisado donde una mujer joven me sonríe desde detrás de unos papeles.
—¿Qué vienes a entregar hoy?
Abro la boca pero no sale nada. Siento un vacío enorme en el pecho. ¿Qué vengo a entregar? ¿Mi tiempo? ¿Mi juventud? ¿Mis sueños?
—Vengo… vengo a entregar todo lo que fui dejando atrás por los demás —digo al fin, con la voz quebrada.
La mujer asiente y me extiende un formulario.
—Antes de firmar —me dice— piensa bien si quieres seguir renunciando o si es momento de pedir algo para ti.
Miro el papel y mis manos tiemblan. Por primera vez en mucho tiempo pienso en mí: en la niña que soñaba con ser doctora, en la joven que quería viajar por el mundo, en la mujer que merece ser amada.
Doy un paso atrás y miro la fila interminable detrás de mí: rostros cansados pero llenos de esperanza. Tal vez aún estoy a tiempo de cambiar mi historia.
Salgo de la fila sin firmar el papel. Siento miedo, sí, pero también una extraña libertad.
¿Hasta cuándo vamos a seguir entregándolo todo sin pedir nada a cambio? ¿Cuándo aprenderemos que también merecemos vivir nuestra propia vida?