El testamento de mi marido: secretos y traiciones en la familia García

—¿Cómo que no hay nada para mí? —grité, con la voz rota, mientras el notario bajaba la mirada y mi cuñada, Lucía, me evitaba los ojos. El despacho olía a madera vieja y a papeles húmedos, pero lo que me asfixiaba era el silencio. Mi marido, Álvaro García, había muerto hacía apenas dos semanas y yo aún no entendía cómo el mundo seguía girando sin él. Pero lo que acababa de escuchar era peor que cualquier entierro: el testamento de Álvaro no me dejaba ni un solo euro, ni siquiera su parte de la empresa familiar de restauración de coches antiguos, García & Hijos, que habíamos levantado juntos desde cero en nuestro pequeño pueblo de Segovia.

La herencia —dijo el notario con voz neutra— pasa íntegramente a nombre de una tal Marta Salazar. Ni siquiera conocía ese nombre. Miré a Lucía, esperando una explicación, pero ella solo se encogió de hombros y murmuró: —No sabía nada, de verdad.

Me sentí como si me hubieran arrancado el suelo bajo los pies. Recordé la primera vez que vi a Álvaro en la plaza del pueblo, con su sonrisa tímida y sus manos manchadas de grasa. Yo era una joven estudiante de Trabajo Social y él ya soñaba con restaurar coches clásicos. Nos enamoramos entre motores y cafés en el bar de la esquina. Nadie apostaba por nosotros: mi madre decía que él era demasiado callado, mi padre que yo merecía algo más estable. Pero juntos construimos una vida sencilla y feliz, o eso creía yo.

Durante años trabajé en el ayuntamiento ayudando a familias necesitadas, mientras Álvaro y su hermano Juan levantaban el taller. Cuando Juan se fue a Madrid, yo me convertí en la socia silenciosa: llevaba las cuentas, hablaba con los clientes, incluso aprendí a distinguir un Seat 600 de un Renault 4L. Nuestra casa estaba llena de fotos antiguas, facturas y olor a gasolina. Nunca tuvimos hijos; decíamos que la empresa era nuestro legado.

Ahora todo eso se desmoronaba. ¿Quién era Marta Salazar? ¿Por qué Álvaro le había dejado todo? Esa noche no pude dormir. Me senté en la cocina, rodeada de tazas vacías y recuerdos rotos. Llamé a Lucía al amanecer.

—¿Tú sabías algo? —le pregunté entre sollozos.
—Te juro que no —me respondió—. Pero… he visto a Álvaro hablando con una mujer varias veces en Segovia. Pensé que sería una clienta.

La rabia me quemaba por dentro. ¿Había otra mujer? ¿Me había mentido todos estos años? Decidí buscar a Marta Salazar. Fui al registro civil y encontré su dirección: vivía en un barrio humilde de Valladolid. Cogí el coche sin pensarlo dos veces.

Cuando llegué, una mujer de unos treinta años abrió la puerta. Tenía los ojos verdes y el pelo recogido en una coleta desordenada.

—¿Eres Marta Salazar? —pregunté con voz temblorosa.
Ella asintió, desconfiada.
—Soy Clara, la viuda de Álvaro García.

Vi cómo se le helaba la expresión.
—No sabía que vendrías…
—¿Por qué mi marido te dejó todo? —le espeté.

Marta me invitó a pasar. Su piso era modesto pero lleno de dibujos infantiles pegados en la nevera. Un niño pequeño jugaba en el salón.
—Álvaro era mi amigo —dijo al fin—. Me ayudó cuando nadie más lo hizo. El padre de mi hijo nos abandonó y Álvaro me consiguió trabajo en el taller, pero nunca quise molestaros…

Me quedé helada. ¿Solo amistad? ¿O algo más? Marta me mostró mensajes en su móvil: conversaciones sobre trabajo, sobre su hijo enfermo, sobre facturas impagadas. Nada romántico, solo apoyo y generosidad.

—Me dijo que quería asegurar el futuro de mi hijo si le pasaba algo —susurró Marta—. Yo no pedí nada.

Salí de allí con el corazón hecho trizas. Álvaro nunca me habló de Marta ni del niño. ¿Por qué me ocultó algo así? ¿Por vergüenza? ¿Por miedo a herirme?

Al volver al pueblo, todos murmuraban sobre el testamento. Mi madre me abrazó fuerte:
—Hija, los hombres a veces guardan secretos para protegernos… o eso creen ellos.

Pero yo no podía perdonar tan fácilmente. La empresa era también mi vida; ahora estaba fuera de todo por decisión de un hombre al que creía conocer mejor que a nadie.

Intenté impugnar el testamento, pero los abogados dijeron que estaba todo en regla. Lucía intentó mediar:
—Clara, ven al taller, habla con los chicos… No tienes por qué desaparecer.
Pero cada vez que entraba allí sentía que ya no pertenecía a ese lugar.

Pasaron los meses y aprendí a vivir con menos: menos dinero, menos certezas, menos ilusiones. Pero también descubrí algo nuevo: la fuerza para empezar de cero. Volví a trabajar en el ayuntamiento y abrí un pequeño despacho para ayudar a mujeres en situaciones difíciles. Marta vino un día a verme; necesitaba ayuda para regularizar los papeles del niño.

Nos miramos largo rato sin decir nada. Al final le sonreí:
—Supongo que ambas fuimos importantes para Álvaro…
Ella asintió, con lágrimas en los ojos.

Ahora miro atrás y me pregunto: ¿cuánto conocemos realmente a quienes amamos? ¿Es posible perdonar una traición si nace del deseo de proteger a otros? ¿Qué haríais vosotros si os pasara algo así?