El Regalo de la Discordia: Secretos Bajo la Mesa de Navidad

—¿Por qué siempre tienes que hacerme esto, Carmen? —le susurré entre dientes, mientras el aroma del cordero asado llenaba el salón y las luces del árbol parpadeaban con una alegría que no sentía.

Carmen, mi suegra, se sentó a la mesa con su abrigo de paño beis, ese que lleva desde hace años para aparentar modestia. Nadie diría que tiene tres pisos en Salamanca y una cuenta bancaria que haría palidecer a cualquier vecino del barrio. Pero ahí estaba, sirviéndose vino barato y fingiendo que no podía permitirse otra cosa.

Mi marido, Andrés, evitaba mi mirada. Sabía lo que pensaba. Sabía que cada Navidad era igual: Carmen llegaba con las manos vacías para Lucía, nuestra hija de ocho años, mientras los demás niños de la familia abrían regalos caros y relucientes. Yo intentaba disimular la rabia, pero este año era diferente. Este año Carmen traía una bolsa de El Corte Inglés.

—¡Mira, Lucía! La abuela te ha traído algo —dijo Andrés, forzando una sonrisa.

Lucía, con sus trenzas y su jersey rojo, abrió el paquete con ilusión. Dentro había un libro de segunda mano, con las esquinas dobladas y una dedicatoria a otro niño en la primera página. El silencio fue tan espeso como el turrón en la mesa.

—Gracias, abuela —dijo Lucía, bajando la mirada.

Carmen sonrió satisfecha, como si hubiera hecho una gran obra de caridad. Mi cuñada Marta me miró de reojo, sabiendo perfectamente lo que pensaba. Ella nunca tenía problemas: su suegra le regalaba a sus hijos tablets y viajes a PortAventura.

No pude más. Me levanté y fui a la cocina, fingiendo buscar más vino. Andrés me siguió.

—No empieces —me advirtió en voz baja—. Es Navidad.

—¿Navidad? ¿Para quién? ¿Para ella? ¿Para nosotros? ¿O solo para los que pueden fingir mejor?

Andrés suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Sabes cómo es mi madre. No va a cambiar.

—No es solo por el regalo —le dije, conteniendo las lágrimas—. Es por todo. Por cómo nos mira, por cómo hace sentir a Lucía como si no mereciera nada bueno. Y tú… tú nunca dices nada.

Él bajó la cabeza. Volvimos al salón en silencio.

La cena continuó entre conversaciones forzadas y risas nerviosas. Carmen contaba historias de cuando era joven y tenía que compartir cama con sus hermanas porque «no había para más». Yo sabía que era mentira: su padre era notario y ella nunca pasó hambre.

Cuando llegó el momento del brindis, Marta levantó su copa:

—Por la familia, que siempre está ahí cuando la necesitas.

Sentí cómo me ardían las mejillas. Carmen me miró con esa expresión suya de superioridad disfrazada de humildad.

Después de los postres, Lucía se acercó a mí:

—Mamá, ¿por qué la abuela nunca me regala cosas como a mis primos?

Me agaché a su altura y le acaricié el pelo.

—A veces las personas no saben demostrar lo que sienten —le dije, sin saber si mentía o decía la verdad.

Esa noche, mientras recogía los platos y escuchaba a Carmen hablar con Marta sobre inversiones inmobiliarias «de cuando tenía algo ahorrado», sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. No era solo por Lucía. Era por todos los silencios tragados, por todas las veces que Andrés me pidió paciencia, por todas las Navidades en las que fingimos ser una familia feliz.

Cuando todos se fueron y la casa quedó en silencio, Andrés se sentó a mi lado en el sofá.

—Lo siento —me dijo—. De verdad lo siento.

No respondí. Miré el libro viejo sobre la mesa y pensé en todo lo que callamos por miedo a romper la paz aparente.

Al día siguiente llamé a Carmen. Mi voz temblaba:

—Carmen, quería hablar contigo sobre el regalo de Lucía…

Ella suspiró al otro lado del teléfono.

—¿Otra vez con eso? Los niños tienen demasiado hoy en día. No quiero malcriarla.

—No se trata del valor del regalo —le dije—. Se trata de cómo haces sentir a tu nieta. Y a nosotros también.

Hubo un silencio largo.

—No sé qué esperas de mí —respondió finalmente—. Yo hago lo que puedo.

Colgué sin despedirme. Me sentí culpable y liberada al mismo tiempo.

Esa tarde llevé a Lucía al parque. Jugamos bajo el cielo gris de Madrid mientras yo pensaba en todo lo que había pasado. ¿De verdad el dinero puede comprar el cariño? ¿O solo sirve para esconder lo que no queremos ver?

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a Carmen por todo lo que no nos dio… o si tendré que aprender a vivir con ello. ¿Vosotros qué haríais? ¿Es mejor callar por mantener la paz o decir la verdad aunque duela?