Entre el amor y el abismo: ¿Salvar el matrimonio o dejarlo ir?
—¡No puedo más, Julián! —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en la Ciudad de México. Mi hijo menor, Emiliano, lloraba en la habitación contigua, su tos húmeda llenando el silencio entre nosotros. Julián ni siquiera me miró; sus ojos seguían fijos en la pantalla del celular, revisando correos del restaurante que apenas lograba mantener a flote.
—¿Y qué quieres que haga, Mariana? —respondió al fin, con ese tono cansado que se había vuelto parte de nuestra rutina—. Si no trabajo, no comemos. Si no comemos, ¿quién cuida a los niños?
Sentí que el mundo se me venía encima. Mi hija mayor, Camila, apenas tenía cuatro años y ya había aprendido a callar cuando escuchaba nuestras discusiones. Emiliano, con solo nueve meses, parecía haber nacido para luchar: primero fue la neumonía, luego las alergias, y ahora esa fiebre que no cedía desde hacía días. Yo era madre, enfermera, cocinera y psicóloga, todo al mismo tiempo. Pero sobre todo, era una mujer rota.
A veces me preguntaba en qué momento dejamos de ser Mariana y Julián para convertirnos en dos desconocidos compartiendo techo y responsabilidades. Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad: él era el chico carismático que soñaba con abrir su propio restaurante; yo, la estudiante de psicología que creía en el amor eterno. Nos casamos jóvenes, convencidos de que juntos podríamos con todo. Pero la vida real no es como en las películas.
La crisis económica nos golpeó fuerte. El restaurante de Julián apenas sobrevivía entre impuestos y extorsiones de la colonia. Yo tuve que dejar mi trabajo para cuidar a los niños porque no teníamos dinero para una guardería confiable. Las noches se hicieron eternas: Emiliano enfermo, Camila despertando por pesadillas, y Julián llegando tarde, oliendo a grasa y frustración.
Una noche, después de llevar a Emiliano de urgencia al hospital por tercera vez en un mes, sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. Estaba sentada en la sala de espera, con Camila dormida sobre mis piernas y los ojos llenos de lágrimas. Miré a Julián, que discutía por teléfono con su socio sobre un pedido perdido. Sentí rabia, pero también una tristeza profunda: ¿en qué momento dejamos de ser equipo?
—¿Por qué ya no me miras como antes? —le pregunté una madrugada, cuando por fin tuvimos un momento a solas.
Julián suspiró y se pasó las manos por el rostro.
—No lo sé, Mariana. Siento que todo lo hago mal. Que te fallo a ti, a los niños… a mí mismo.
Me acerqué y tomé su mano. Por un instante creí que podíamos volver a ser los de antes. Pero el llanto de Emiliano nos interrumpió una vez más.
Las semanas siguientes fueron un torbellino: médicos, recetas caras, cuentas atrasadas. Empecé a pensar en el divorcio. Mi mamá me decía que aguantara: «Así son los matrimonios, hija. Nadie dijo que fuera fácil». Mi suegra opinaba lo contrario: «Si ya no eres feliz, mejor cada quien por su lado».
Una tarde, mientras Camila jugaba con sus muñecas y Emiliano dormía tras una noche difícil, me senté frente al espejo del baño y me pregunté quién era esa mujer ojerosa y despeinada que me devolvía la mirada. ¿Era justo seguir así? ¿Era justo para los niños crecer entre gritos y silencios?
Esa noche enfrenté a Julián.
—Necesito saber si todavía quieres luchar por nosotros —le dije—. Porque yo ya no puedo sola.
Él me miró largo rato antes de responder.
—No sé si puedo darte lo que necesitas. Pero tampoco quiero perderte.
Nos abrazamos como dos náufragos aferrados a la misma tabla. Lloramos juntos por primera vez en años.
Decidimos buscar ayuda profesional. No fue fácil: las terapias eran caras y tuvimos que sacrificar aún más cosas para pagarlas. Pero poco a poco empezamos a hablar sin gritar, a escucharnos sin juzgar. Aprendimos a pedir ayuda: mi hermana venía a cuidar a los niños algunas tardes; Julián delegó parte del trabajo en el restaurante para estar más presente en casa.
No fue magia ni cuento de hadas. Hubo días en los que quise rendirme; noches en las que Julián dormía en el sillón porque no soportábamos estar juntos. Pero también hubo pequeños milagros: la primera vez que Emiliano pasó una semana sin fiebre; la sonrisa de Camila cuando fuimos juntos al parque después de meses; una cena improvisada en la azotea mientras los niños dormían.
Hoy no puedo decir que todo está resuelto. A veces sigo pensando en el divorcio como una salida posible. Pero también pienso en lo lejos que hemos llegado juntos y en lo mucho que aún nos necesitamos.
¿Vale la pena seguir luchando cuando el amor parece haberse perdido? ¿O es más valiente aceptar que hay ciclos que deben terminar? No tengo todas las respuestas… pero sé que no soy la única haciéndose estas preguntas.