El llanto de Lucía: Dos semanas con mi nieta y el precio de ser abuela
—¡Mamá, por favor, abre! —la voz de Sergio retumbó en el portal, temblorosa y urgente. Eran casi las dos de la madrugada y yo apenas había conciliado el sueño. Bajé las escaleras con el corazón en la garganta, temiendo lo peor.
Cuando abrí la puerta, Sergio tenía los ojos rojos y en brazos sostenía a Lucía, mi nieta de siete meses. Marta, su mujer, había sido ingresada de urgencia en el hospital por una apendicitis complicada. No tenían a nadie más. Me la entregó casi sin mirarme, con un beso rápido en la frente de la niña y un «te llamo en cuanto sepa algo» que se perdió en el eco del portal.
Me quedé sola con Lucía y un miedo antiguo me recorrió el cuerpo. Hacía años que no cuidaba a un bebé. Mi marido, Antonio, murió hace tres años y desde entonces la casa era demasiado grande y demasiado silenciosa. Ahora ese silencio se llenaba con el llanto suave de Lucía, que buscaba el pecho de su madre y no entendía por qué estaba en brazos de una abuela casi desconocida.
La primera noche fue un caos. No encontraba los biberones en la bolsa, no sabía si debía calentar la leche más o menos. Me senté en el sofá con Lucía en brazos y lloré con ella. «Tranquila, pequeña, lo haremos juntas», le susurré mientras intentaba recordar las canciones que le cantaba a Sergio cuando era niño.
Los días siguientes fueron una mezcla de ternura y agotamiento. Aprendí a cambiar pañales con una destreza que creía olvidada. Paseábamos por el parque del barrio, donde las vecinas me miraban con sorpresa: «¿Pero esa niña no es la nieta de Marta? ¿Qué ha pasado?» Yo respondía con evasivas, sin querer exponer los problemas familiares.
Por las noches llamaba a Sergio para saber cómo seguía Marta. «Está estable, pero muy débil. Los médicos dicen que tardará en recuperarse», me decía con voz cansada. Yo le aseguraba que Lucía estaba bien, aunque por dentro dudaba de cada decisión: ¿la abrigo demasiado? ¿Le doy demasiada papilla? ¿Debería dejarla llorar un poco más?
El séptimo día, mientras preparaba la merienda, Lucía empezó a llorar desconsoladamente. Nada la calmaba. La mecí durante horas hasta que me di cuenta de que tenía fiebre. Corrí al centro de salud del barrio, temblando de miedo y culpa. La pediatra me tranquilizó: «Es solo un resfriado leve, pero ha hecho bien en traerla». Aun así, sentí que había fallado.
Cuando Marta salió del hospital dos semanas después, Sergio vino a recoger a Lucía. Yo estaba agotada pero orgullosa: la niña sonreía y se aferraba a mis dedos como si supiera que habíamos sobrevivido juntas.
Pero la alegría duró poco. Al día siguiente, Marta me llamó por teléfono. Su voz era fría y cortante:
—Isabel, ¿qué le has dado de comer a Lucía? La niña tiene el estómago revuelto y no para de llorar.
Intenté explicarle que había seguido las indicaciones del pediatra y que incluso había anotado cada toma y cada siesta en una libreta.
—No es suficiente —me interrumpió—. No quiero que vuelva a quedarse contigo si no sabes cómo cuidarla como yo quiero.
Sentí una punzada en el pecho. Quise gritarle que yo también era madre, que había criado sola a Sergio cuando Antonio trabajaba en la obra todo el día. Que nadie me enseñó cómo ser madre ni abuela, pero lo hice lo mejor que pude.
Esa noche no pude dormir. Repasé cada momento: ¿debí llamar más veces al médico? ¿Debí insistir en que Sergio viniera antes? ¿Por qué Marta no confía en mí?
Al día siguiente fui al mercado y las vecinas me preguntaron por Lucía. No supe qué decirles. Me sentí juzgada por todos: por Marta, por Sergio, por mí misma.
Pasaron los días y Sergio apenas me llamaba. Marta no quería verme. La casa volvió a llenarse de silencio y soledad. Me senté frente al álbum de fotos familiares y acaricié la imagen de Sergio cuando era bebé, con mis manos jóvenes sosteniéndolo con miedo y amor.
Una tarde, Sergio vino solo a verme. Se sentó en la cocina y bajó la mirada:
—Mamá… Marta está muy nerviosa desde el hospital. No es justo lo que te ha dicho.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté con voz rota.
—Yo sé que lo hiciste lo mejor posible —me dijo—. Pero ahora todo es diferente… Marta lee cosas en internet, sigue rutinas estrictas… Yo tampoco sé cómo manejarlo.
Nos quedamos en silencio mucho rato. Quise abrazarlo como cuando era niño, pero ya era un hombre hecho y derecho.
Esa noche escribí una carta para Lucía. Le conté cómo pasamos juntas esas dos semanas: los paseos bajo los plátanos del parque, las canciones desafinadas antes de dormir, los miedos compartidos y las risas inesperadas.
No sé si algún día podré volver a cuidar de ella. No sé si Marta podrá perdonarme por no ser la abuela perfecta que esperaba. Pero sí sé que el amor no siempre entiende de manuales ni de rutinas modernas.
¿Acaso hay una forma correcta de querer a un nieto? ¿O simplemente hacemos lo mejor que podemos con lo que tenemos?