El peso de los prejuicios: La historia de Lucía y Sergio
—¿De verdad vas a salir así, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, justo cuando me estaba poniendo los zapatos frente al espejo. Me miré de reojo: vestido azul, sencillo, pero bonito. Mi cuerpo, grande y redondo, ocupaba más espacio del que a ella le gustaría.
—Sí, mamá. Así estoy bien —respondí, intentando que no se notara el temblor en mi voz.
No era la primera vez que escuchaba ese tono. Desde pequeña, mi cuerpo había sido tema de conversación en cada comida familiar, cada reunión, cada paseo por la playa en Cádiz. «Lucía, deberías comer menos pan», «Lucía, ¿no crees que ese pantalón te aprieta demasiado?». Pero aquel día era diferente: iba a conocer a la familia de Sergio.
Sergio y yo nos conocimos en la universidad de Sevilla. Él estudiaba Historia y yo Filología Hispánica. Nos enamoramos entre libros y cafés en la Alameda. Sergio nunca me miró como los demás; para él, mi risa era más importante que mi talla. Pero yo sabía que su familia era diferente.
La primera vez que entré en su casa, sentí el peso de las miradas. Su madre, Carmen, me saludó con dos besos y una sonrisa forzada. Su hermana, Marta, apenas levantó la vista del móvil.
—¿Te gusta la tortilla? —preguntó Carmen mientras servía la mesa.
—Me encanta —contesté, intentando sonar natural.
—Pues come, hija, come —dijo con una sonrisa torcida—. Aunque veo que no te privas mucho.
Sergio apretó mi mano bajo la mesa. Yo tragué saliva y forcé una sonrisa. Aquella comida fue un desfile de indirectas: «En esta casa nos gusta mucho salir a caminar», «Marta va al gimnasio todos los días». Yo asentía y callaba, pero por dentro me rompía un poco más.
Esa noche, al volver a casa, lloré en silencio. Sergio me abrazó fuerte.
—No les hagas caso —susurró—. Yo te quiero tal y como eres.
Pero el problema no era solo su familia. En la calle, las miradas se clavaban en nosotros como agujas. Una vez, paseando por Triana, un grupo de chicos se rió al vernos cogidos de la mano.
—Mira el guapito con la gorda —dijo uno en voz alta.
Sergio se giró furioso, pero yo le detuve.
—No merece la pena —le dije—. Estoy acostumbrada.
Pero no debería estarlo. Nadie debería acostumbrarse a ser juzgado por su cuerpo.
Cuando Sergio me pidió matrimonio en la Plaza de España, lloré de felicidad y de miedo. Sabía lo que vendría después: los comentarios sobre el vestido, las bromas crueles sobre cómo sería capaz de encontrar uno de mi talla, las apuestas sobre si cabría en la iglesia.
Y así fue. En la tienda de novias, la dependienta me miró de arriba abajo antes de decir:
—Aquí no tenemos muchas tallas grandes, pero podemos pedir algo especial para ti.
Me probé un vestido tras otro mientras mi madre suspiraba y negaba con la cabeza.
—¿No prefieres algo más discreto? —me preguntó—. Para disimular un poco…
Pero yo quería sentirme hermosa. Y lo logré: encontré un vestido blanco con encaje en las mangas y una falda amplia que me hacía sentir como una reina.
El día de la boda fue un torbellino de emociones. Al entrar en la iglesia del barrio, sentí todas las miradas sobre mí. Algunas eran de ternura; otras, de juicio. Pero cuando vi a Sergio esperándome en el altar, todo desapareció. Caminé hacia él con la cabeza alta y el corazón latiendo fuerte.
Durante el banquete, los comentarios volvieron:
—¿Vais a tener hijos? —preguntó una tía lejana—. Con ese cuerpo igual te cuesta…
Sergio me miró y sonrió:
—Tendremos los hijos que queramos y cuando queramos.
Un año después nació nuestra hija, Paula. Pequeña, morena y con unos ojos enormes como los de su padre. Cuando la cogí por primera vez en brazos, sentí que todo había merecido la pena.
Pero los prejuicios no desaparecieron con la maternidad. En el parque, otras madres cuchicheaban:
—¿Esa es la madre? Pobrecita niña…
A veces me dolía tanto que quería encerrarme en casa y no salir nunca más. Pero entonces miraba a Paula y recordaba lo importante: ella me veía como su mamá, fuerte y valiente.
Un día, mientras jugábamos en el parque, se acercó Marta, la hermana de Sergio. Llevaba meses sin hablarnos desde la boda.
—Lucía —dijo titubeando—. Quería pedirte perdón por cómo te traté al principio… He sido una imbécil. Ahora veo lo feliz que haces a mi hermano… Y a Paula también.
La abracé sin decir nada. A veces las personas cambian; otras veces no. Pero yo ya no necesitaba su aprobación para sentirme bien conmigo misma.
Hoy miro mi vida y veo todo lo que he conseguido: un marido que me adora, una hija preciosa y una familia que poco a poco aprende a quererme como soy. No ha sido fácil; cada día lucho contra los prejuicios propios y ajenos. Pero he aprendido que el amor verdadero no entiende de tallas ni de cuerpos perfectos.
A veces me pregunto: ¿Cuánto daño hacemos con nuestras palabras? ¿Cuántas historias como la mía se quedan sin contar por miedo al qué dirán? ¿Y tú? ¿Te atreverías a amar sin importar lo que piense el mundo?