Entre la fe y el silencio: Mi lucha por salvar a mi familia

—¡No puedes seguir así, papá! —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mi súplica rebotaba en las paredes desconchadas del salón.

Mi padre me miró con los ojos vidriosos, la botella de vino temblando en su mano. Era una noche de enero, fría y húmeda, y el viento colaba su lamento por las rendijas del viejo piso en Vallecas. Mi madre lloraba en la cocina, intentando que mis hermanos pequeños no escucharan la discusión. Yo tenía diecisiete años y sentía que el peso del mundo se me venía encima.

Todo empezó dos años antes, cuando mi padre, Antonio, perdió su trabajo en la fábrica de piezas de automóvil. Al principio, intentó mantener la esperanza. «No pasa nada, Lucía», me decía cada mañana. «Dios aprieta pero no ahoga». Pero los meses pasaron, las facturas se acumularon y la nevera empezó a vaciarse. Mi madre, Carmen, consiguió limpiar casas por horas, pero el dinero apenas alcanzaba para lo básico.

La tensión crecía cada día. Mi padre se encerraba en sí mismo, pasaba horas mirando la televisión sin verla. A veces salía a buscar trabajo y volvía aún más derrotado. Otras veces ni siquiera salía de la cama. Yo rezaba cada noche, pidiéndole a Dios que nos ayudara, que le devolviera a mi padre la fuerza y la alegría que siempre había tenido.

Una tarde de domingo, después de misa, me acerqué al despacho del párroco. Don Manuel me recibió con una sonrisa cansada. Le conté lo que pasaba en casa, cómo mi padre se estaba hundiendo y cómo yo sentía que todo dependía de mí.

—Lucía —me dijo—, a veces Dios permite que pasemos por pruebas para descubrir de qué estamos hechos. No estás sola. Reza y confía.

Me aferré a esas palabras como a un salvavidas. Empecé a ir a la iglesia todos los días después del instituto. Encendía una vela y le pedía a la Virgen que protegiera a mi familia. Pero las cosas no mejoraban. Una noche, mi padre llegó borracho y rompió un plato contra la pared. Mis hermanos lloraban asustados y mi madre me miró con desesperación.

—¿Por qué nos pasa esto? —me preguntó entre sollozos.

No supe qué responderle. Solo pude abrazarla y repetirle que todo iba a salir bien, aunque yo misma no lo creyera.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi padre empezó a faltar más a casa. A veces desaparecía dos o tres días seguidos. Mi madre enfermó de los nervios y tuve que hacerme cargo de mis hermanos: llevarlos al colegio, prepararles la merienda, ayudarles con los deberes. Dejé de salir con mis amigas y apenas tenía tiempo para estudiar.

Una noche, mientras fregaba los platos, sentí una rabia inmensa. ¿Por qué Dios permitía tanto sufrimiento? ¿De qué servían mis oraciones si nada cambiaba? Me arrodillé en el suelo de la cocina y lloré como nunca antes lo había hecho.

—Señor —susurré—, si de verdad existes, ayúdanos. Dame fuerzas para no rendirme.

Al día siguiente, Don Manuel me llamó al móvil. Había hablado con Cáritas y podían ayudarnos con alimentos y algo de dinero para pagar la luz. También me ofreció un grupo de apoyo para familias en crisis. Dudé en contárselo a mi madre —siempre había sido muy orgullosa— pero al final aceptó.

Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Mi madre encontró un trabajo más estable cuidando a una señora mayor en Chamberí. Yo conseguí una beca para seguir estudiando bachillerato y mis hermanos empezaron a sonreír otra vez. Pero mi padre seguía perdido.

Una tarde de primavera, lo encontré sentado en un banco del parque, con la mirada perdida.

—Papá —le dije suavemente—, te necesitamos en casa.

Él rompió a llorar como un niño pequeño.

—No sirvo para nada, Lucía… Os he fallado.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Dios no se ha olvidado de ti —le susurré—. Nosotros tampoco.

A partir de ese día, mi padre empezó a ir a las reuniones del grupo de apoyo que Don Manuel le recomendó. No fue fácil: hubo recaídas, discusiones y días oscuros. Pero poco a poco fue recuperando las ganas de luchar. Volvió a buscar trabajo y aunque tardó meses en encontrar algo fijo, nunca dejó de intentarlo.

Un año después de aquella noche en que todo se rompió, nos sentamos juntos a cenar por primera vez en mucho tiempo. Mi padre bendijo la mesa con voz temblorosa y mi madre sonrió entre lágrimas.

—Gracias por no rendirte —me dijo mi padre—. Gracias por creer cuando yo ya no podía.

Hoy miro atrás y sé que sin la fe no habría soportado tanto dolor. Aprendí que confiar en Dios no significa que todo vaya bien, sino que nunca estás solo en medio de la tormenta.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven ahora lo mismo que nosotros? ¿Cuántos hijos rezan cada noche esperando un milagro? ¿Y si fuéramos capaces de tenderles una mano antes de que sea demasiado tarde?