Entre la Avaricia y el Amor: El Precio de Ser el Hijo Bueno

—¡Gregorio, por favor, no empieces otra vez con tus cuentas! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo revisaba el recibo de la compra con el ceño fruncido.

—Mamá, es que han cobrado dos veces el pan —respondí, intentando mantener la calma. Pero ella ya había salido de la cocina, ignorando mi comentario como si fuera una mosca molesta.

Así empieza casi cada día en casa. Vivo en un piso antiguo en Vallecas con mis padres, Carmen y Julián, y mi hermano pequeño, Andrés. Desde pequeño me enseñaron a no gastar más de lo necesario. Mi padre, obrero jubilado, siempre decía: “El dinero no crece en los árboles, Gregorio”. Y yo lo aprendí bien. Quizá demasiado bien.

En el trabajo me llaman «el tacaño». Mis compañeros se ríen porque llevo la comida de casa en un táper y nunca participo en los desayunos colectivos. Pero lo que nadie sabe es que cada euro que ahorro es para mi familia. Porque cuando mi madre necesita dinero para la compra, o mi padre para arreglar el coche, o Andrés para salir con sus amigos, ahí estoy yo. Sin preguntar, sin exigir nada a cambio.

Recuerdo una tarde de invierno, hace dos años. Andrés entró en mi cuarto sin llamar, como siempre.

—Grego, ¿me dejas veinte euros? Es que salgo con los chavales y no tengo ni para un café —me dijo, con esa sonrisa suya que siempre consigue lo que quiere.

—¿Otra vez? —suspiré—. La última vez aún no me lo has devuelto.

—Te lo juro que esta vez sí. El viernes cobro y te lo doy —mintió sin pestañear.

Le di el billete. Nunca volvió.

Mi madre también tiene su técnica. Cuando llega la factura de la luz o falta algo en la nevera, aparece en mi habitación con cara de preocupación.

—Gregorio, hijo, ¿puedes adelantarme algo? Ya sabes cómo está todo de caro…

Y yo cedo. Siempre cedo. Porque soy el hijo bueno, el responsable. El que nunca se queja.

Pero por dentro me consume una rabia silenciosa. ¿Por qué nadie ve el esfuerzo? ¿Por qué soy yo el único que se priva de todo?

El año pasado tuve una discusión fuerte con Andrés. Había ahorrado durante meses para comprarme un portátil nuevo. El mío ya no aguantaba más y lo necesitaba para trabajar desde casa. Cuando por fin reuní el dinero, Andrés apareció con una urgencia:

—Grego, me han puesto una multa por aparcar mal. Si no pago hoy mismo me sube a 200 euros. Por favor, préstame el dinero del portátil. Te lo devuelvo en dos semanas.

Me quedé mirándole. Sentí una mezcla de compasión y rabia.

—Andrés, llevo meses ahorrando para esto. No puedo…

—¡Venga ya! Siempre estás con tus cuentas. ¿No ves que te necesito? —me gritó.

Al final cedí. Me quedé sin portátil y él nunca devolvió el dinero.

Esa noche discutí con mis padres. Les dije que estaba cansado de ser siempre el salvavidas de todos.

—Gregorio, eres el mayor. Es tu deber ayudar a la familia —dijo mi padre sin mirarme a los ojos.

—¿Y quién me ayuda a mí? —pregunté, pero nadie respondió.

Desde entonces algo se rompió dentro de mí. Empecé a distanciarme poco a poco. Ya no cenaba con ellos todos los días. Me inventaba excusas para no estar en casa los fines de semana. Pero la culpa me perseguía como una sombra.

Un día recibí una llamada del banco: mi cuenta estaba en números rojos. Había pagado la matrícula universitaria de Andrés sin decírmelo siquiera. Cuando fui a pedirle explicaciones, él se encogió de hombros.

—Pensé que no te importaría…

Esa noche lloré solo en mi cuarto. Me sentía invisible, explotado por aquellos a quienes más quería.

Pero no podía dejarles tirados. Mi madre enfermó poco después y necesitaba medicinas caras. Volví a sacrificar mis ahorros sin pensarlo dos veces.

A veces me pregunto si todo esto tiene sentido. Si algún día valorarán lo que hago por ellos o si seguirán viéndome como el cajero automático familiar.

Hace poco tuve una conversación con mi amiga Lucía en el parque del Retiro.

—Gregorio, tienes que aprender a decir que no —me dijo mientras compartíamos un café barato.

—No puedo… Son mi familia —le respondí con la voz rota.

—¿Y tú? ¿No eres también parte de esa familia? ¿No mereces cuidarte?

Sus palabras me hicieron pensar. Quizá he confundido amor con sacrificio ciego. Quizá ser generoso no significa dejarse pisotear.

Hoy he decidido cambiar algo. No sé si podré hacerlo de golpe, pero voy a intentarlo. Esta noche, cuando Andrés venga a pedirme dinero para salir, le diré que no puedo ayudarle esta vez.

¿Será este el principio de una nueva vida para mí? ¿O volveré a caer en la misma trampa de siempre?

A veces me pregunto: ¿cuánto cuesta realmente ser el hijo bueno? ¿Y hasta cuándo merece la pena pagar ese precio?