Entre el cariño y la distancia: la historia de una abuela española
—¡Por favor, Carmen, no le des más galletas!— La voz de mi nuera, Laura, cortó el aire de la cocina como un cuchillo. Me quedé quieta, con la mano suspendida sobre el plato, mientras mi nieto Pablo me miraba con esos ojos grandes y brillantes, esperando el premio prometido.
No era la primera vez que Laura me reprendía, pero esa tarde, después de un día largo cuidando al pequeño, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Tanto daño podía hacerle una galleta? ¿O era yo el problema?
Recuerdo perfectamente el día en que Pablo nació. Mi hijo, Andrés, me llamó al hospital: “Mamá, ya está aquí”. Corrí como si tuviera veinte años menos. Cuando vi a ese niño tan pequeño, tan indefenso, sentí una ternura que no recordaba desde que Andrés era un bebé. Me prometí ser una abuela presente, cariñosa, de esas que dejan huella en el corazón.
Pero los tiempos han cambiado. Ahora todo es diferente: las madres leen blogs de crianza, siguen cuentas de Instagram sobre disciplina positiva y alimentación ecológica. Yo solo quería abrazar a mi nieto, contarle cuentos y darle algún capricho de vez en cuando. ¿Eso está mal?
Laura siempre fue educada conmigo, pero distante. Desde el principio dejó claro que ella y Andrés tenían sus propias ideas sobre cómo criar a Pablo. “Queremos que crezca independiente”, decía ella. “Nada de premios por portarse bien ni castigos por portarse mal. Y nada de azúcar antes de los tres años”.
Intenté adaptarme. De verdad que lo intenté. Pero a veces me salía solo: un beso más largo, una caricia en la mejilla, una galleta escondida en el bolsillo del abrigo. Pablo se reía y me abrazaba fuerte. Esos momentos eran mi tesoro.
Un día, mientras jugábamos en el parque del barrio, Pablo se cayó y se hizo daño en la rodilla. Lloraba desconsolado. Lo cogí en brazos y le susurré: “Tranquilo, cariño, la abuela está aquí”. Le di un beso en la frente y le prometí un helado si dejaba de llorar. Laura apareció justo en ese momento y me miró como si hubiera cometido un crimen.
—Mamá Carmen, así no—me dijo con voz fría—. No queremos que Pablo relacione la comida con las emociones ni que busque consuelo en los dulces.
Me sentí humillada delante de otras madres del parque. Me mordí la lengua para no contestar. ¿Desde cuándo consolar a un niño era algo malo?
Las semanas pasaron y empecé a notar que Laura me llamaba menos para cuidar a Pablo. Cuando iba a su casa, todo estaba medido: los horarios, las comidas, los juegos. Yo me sentía como una extraña en mi propia familia.
Una tarde de domingo, mientras tomábamos café después de comer, Laura me miró fijamente y soltó:
—Carmen, sé que lo haces con buena intención, pero preferiría que no interfirieras en nuestras decisiones sobre Pablo. No quiero que se confunda ni que se rompan nuestras rutinas.
Andrés bajó la mirada. Yo sentí un nudo en la garganta. ¿Interferir? ¿Eso era lo que hacía? Solo quería dar amor.
Esa noche lloré sola en mi habitación. Recordé a mi propia madre, cómo me ayudaba cuando nacieron mis hijos, cómo me aconsejaba aunque a veces no estuviera de acuerdo conmigo. Nunca sentí que me juzgara o que quisiera apartarme.
Empecé a dudar de mí misma. ¿Sería yo una abuela anticuada? ¿Estaría realmente perjudicando a Pablo?
Un día decidí hablar con Andrés a solas. Nos sentamos en un banco del parque donde solíamos ir cuando él era pequeño.
—Hijo, ¿de verdad crees que hago daño a Pablo?
Andrés suspiró.
—Mamá, Laura y yo queremos hacer las cosas a nuestra manera… Pero sé que lo haces porque le quieres. Solo… intenta respetar nuestras normas.
Asentí con lágrimas en los ojos. No quería perder a mi nieto ni crear problemas entre ellos.
Desde entonces, me esfuerzo por seguir sus reglas. No le doy dulces ni premios; solo abrazos cortos y palabras suaves. Pero siento que algo se ha perdido. Pablo ya no corre hacia mí con la misma alegría. A veces me mira como si no entendiera por qué ahora soy más fría.
El otro día vino corriendo con un dibujo: “Para la abuela Carmen”. Lo guardé como un tesoro y lloré en silencio al llegar a casa.
Echo de menos aquellos días en los que el cariño era sencillo y espontáneo. Ahora todo parece un campo minado donde cualquier gesto puede ser malinterpretado.
¿De verdad es tan malo querer dar amor? ¿Hasta dónde debemos ceder los abuelos para no molestar? ¿No merecemos también nosotros sentirnos parte importante de la familia?