Hoy eché a mi hijo y a mi nuera de casa: el día en que aprendí a decir basta
—¡No puedo más, Luis! ¡No puedo más! —grité, con la voz rota y las manos temblorosas, mientras veía cómo mi hijo recogía sus cosas del salón. Marta, su mujer, me miraba con una mezcla de rabia y humillación, apretando los labios para no soltar una palabra más. El eco de mis palabras retumbó en las paredes de este piso de Vallecas que siempre creí que sería un refugio para todos.
Nunca imaginé que llegaría este día. Yo, Carmen, la madre que siempre tenía la mesa puesta y la puerta abierta. La que se desvivía por sus hijos, incluso cuando ya eran adultos y tenían su propia vida. Pero hoy, después de meses de discusiones, silencios incómodos y miradas de reproche, he dicho basta.
Todo empezó hace un año, cuando Luis y Marta vinieron una tarde lluviosa con las maletas en la mano. «Mamá, nos han subido el alquiler otra vez. No podemos más. Es solo por un tiempo, hasta que encontremos algo», me dijo Luis, con esa voz de niño que aún me enternece. Yo no dudé ni un segundo. «Esta es vuestra casa», respondí, aunque sentí un nudo en el estómago. Sabía que no iba a ser fácil.
Al principio todo fue cordial. Marta ayudaba en la cocina, Luis sacaba la basura. Pero pronto las rutinas chocaron. Yo madrugaba para ir al mercado y ellos trasnochaban viendo series. Dejaban platos sin fregar, ropa tirada en el baño y la nevera siempre estaba medio vacía porque comían a deshoras. Intenté hablarlo con ellos:
—Luis, hijo, ¿podéis intentar recoger un poco más? Esto no es un hotel.
—Mamá, estamos cansados. Ya lo haremos luego —me contestaba él sin mirarme.
Marta ni siquiera respondía. Solo ponía los ojos en blanco y se encerraba en la habitación.
Las semanas pasaron y la tensión crecía. Yo sentía que mi casa ya no era mía. No podía ver mis programas porque ellos ocupaban el salón; no podía invitar a mis amigas porque «molestábamos»; hasta mi gato, Donato, se escondía bajo la cama por el ruido constante.
Un día llegué del trabajo y encontré a Marta llorando en la cocina. Me acerqué preocupada:
—¿Qué te pasa?
—Nada, Carmen. Solo estoy cansada —me dijo secamente.
Pero lo supe: no era solo cansancio. Era frustración, era sentirse fuera de lugar… igual que yo.
Luis empezó a llegar tarde y apenas hablábamos. Cuando lo hacía era para pedirme dinero «prestado» o para reprocharme que no había comprado su yogur favorito. Yo sentía que me estaba volviendo invisible en mi propia casa.
Mi hermana Pilar me decía: «Carmen, tienes que poner límites. Tus hijos ya son adultos». Pero yo no sabía cómo hacerlo sin sentirme mala madre.
La gota que colmó el vaso llegó hace dos noches. Había preparado una cena especial porque era mi cumpleaños. Compré vino bueno y cociné bacalao al pil-pil como le gustaba a Luis de pequeño. Pero ellos ni siquiera aparecieron. Se habían ido a cenar con unos amigos sin avisar.
Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Me sentí sola, humillada y utilizada.
A la mañana siguiente les esperé en la cocina.
—Tenemos que hablar —dije con voz firme.
Luis bufó y Marta ni levantó la vista del móvil.
—No puedo seguir así —continué—. Esta casa es mía y necesito recuperar mi espacio y mi tranquilidad. Os quiero mucho, pero tenéis que iros.
Luis se levantó de golpe:
—¿Nos estás echando? ¿A tu propio hijo?
—Sí —respondí, tragando saliva—. Porque también soy persona y merezco vivir en paz.
Marta murmuró algo sobre buscar piso cuanto antes y salió dando un portazo.
Ahora el silencio es ensordecedor. Echo de menos el bullicio, pero también respiro aliviada. Me siento culpable y liberada al mismo tiempo.
¿Es egoísmo querer vivir tranquila? ¿O simplemente he aprendido a quererme un poco más? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?