Cuando mi hija me pidió ayuda: El peso de una promesa rota

—Mamá, por favor, no me dejes sola ahora. —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara una vida entera.

Me quedé helada. Era la primera vez en treinta y dos años que escuchaba a mi hija pedir ayuda de esa manera. Lucía siempre había sido fuerte, decidida, incluso desafiante. Desde que era adolescente, repetía con una convicción casi feroz:

—No quiero tener hijos. No es para mí. No todas las mujeres tienen que ser madres para ser felices, mamá.

Yo, al principio, luché contra esa idea. ¿Cómo podía mi única hija renunciar a algo tan natural, tan nuestro? Pero con el tiempo aprendí a respetarla, incluso a defenderla ante las miradas inquisitivas de mis amigas del barrio de Chamberí:

—Cada una vive su vida como quiere —decía yo en la panadería, aunque por dentro me doliera.

Pero ahora, sentada en la cocina con la taza de café temblando entre mis manos, escuchaba a Lucía llorar y suplicar. Había algo roto en su voz que nunca antes había oído.

—¿Qué ha pasado, hija? —pregunté, intentando mantener la calma.

—Estoy embarazada, mamá. Y no sé qué hacer. No puedo hacerlo sola. —Su confesión fue un golpe seco en el pecho.

El silencio se hizo eterno. Afuera llovía sobre los tejados de Madrid y el reloj marcaba las siete de la tarde. Sentí que el tiempo se detenía.

—¿Y el padre? —pregunté al fin.

—Se ha ido. No quiere saber nada. Dice que es mi decisión y que haga lo que quiera. —La rabia y la tristeza se mezclaban en su voz.

Recordé entonces todas las veces que Lucía había defendido su derecho a no ser madre. Las discusiones en la mesa del comedor los domingos, cuando mi marido Antonio aún vivía y se enfadaba:

—¡Eso son tonterías modernas! —gritaba él—. Ya cambiarás de opinión cuando te enamores de verdad.

Pero Lucía nunca cambió. Hasta ahora.

Colgué el teléfono y me quedé mirando la foto de la comunión de Lucía en la estantería. Tenía siete años y una sonrisa traviesa. ¿En qué momento se había hecho adulta? ¿En qué momento había dejado yo de entenderla?

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que podía salir mal: el qué dirán, el miedo al futuro, la soledad de mi hija en una ciudad cada vez más fría y hostil. Pensé en mi propia maternidad, en los sacrificios y las renuncias, en las noches sin dormir y los días llenos de dudas.

A la mañana siguiente fui a verla. Vivía en un piso pequeño cerca de Lavapiés, lleno de libros y plantas secas. Me abrió la puerta con los ojos hinchados y el pelo recogido en un moño desordenado.

—Mamá… —me abrazó con fuerza, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

Nos sentamos en el sofá y durante un rato solo escuché su llanto. Luego empezó a hablar:

—No sé si quiero tenerlo, pero tampoco sé si podría vivir con la culpa si no lo tengo. Me siento perdida, mamá. No sé quién soy ahora.

La miré y vi a una mujer rota por dentro, luchando contra sus propias convicciones y los prejuicios de una sociedad que todavía espera que todas las mujeres quieran ser madres.

—Lucía, hija… —le dije con voz suave—. Nadie puede decidir por ti. Ni yo, ni tu padre, ni nadie. Pero pase lo que pase, aquí estaré.

Ella asintió y me apretó la mano. Durante días fuimos juntas a médicos, psicólogos y hasta a hablar con una abogada amiga mía para entender todas las opciones. Cada decisión era un abismo.

Una tarde, mientras paseábamos por el Retiro, Lucía se detuvo bajo un castaño y me miró con lágrimas en los ojos:

—¿Tú qué harías si fueras yo?

Me quedé callada. ¿Cómo responder a eso? Yo había crecido en otra España, donde las mujeres no podían elegir casi nada. Donde ser madre era un destino inevitable.

—No lo sé, Lucía —le dije al fin—. Pero sé que te quiero igual decidas lo que decidas.

Pasaron semanas así. Los días se llenaron de silencios incómodos y noches en vela. Mis amigas preguntaban por Lucía y yo mentía:

—Está bien, trabajando mucho —decía mientras sentía el peso del secreto ahogándome.

Una tarde llegó a casa con una decisión tomada:

—Voy a tenerlo, mamá. Pero necesito tu ayuda. No puedo hacerlo sola.

Sentí miedo y orgullo al mismo tiempo. Miedo porque sabía lo difícil que sería criar a un niño sin apoyo del padre, sin estabilidad económica ni certezas. Orgullo porque mi hija había tomado una decisión valiente, aunque fuera contraria a todo lo que siempre había defendido.

Los meses siguientes fueron un torbellino: visitas al hospital Gregorio Marañón, compras de ropa de bebé en El Corte Inglés, discusiones sobre nombres (ella quería llamarle Mateo si era niño; yo prefería Pablo). A veces discutíamos por tonterías: si debía comer jamón serrano o no, si era mejor parir en casa o en el hospital…

Pero también hubo momentos hermosos: sentir la primera patada del bebé juntas, reírnos viendo películas antiguas mientras tejíamos patucos azules.

El día del parto fue largo y difícil. Lucía gritó mi nombre entre contracciones y yo sentí un terror antiguo recorrerme el cuerpo. Cuando por fin nació Mateo (sí, ganó ella), lloramos abrazadas como nunca antes.

Ahora Mateo tiene tres meses y duerme plácidamente en su cuna mientras escribo esto desde el salón de Lucía. Mi hija sigue teniendo dudas y miedos; yo también. Pero estamos juntas.

A veces me pregunto si hice bien en apoyarla tanto o si debería haberle insistido más en buscar otra salida. ¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Y cuándo empieza el derecho de una hija a equivocarse?

¿Vosotros qué haríais si vuestra hija os pidiera ayuda para algo que siempre dijo que jamás haría? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por ella?